Con el arribo al poder de la 4T, era previsible que se abriría un capítulo de desencuentros con los llamados órganos constitucionales autónomos del Estado, no sabemos qué tan largo y tampoco sabemos qué tan cruento, pero que arrojaría transformaciones relevantes.
Para este pronóstico, no se requiere especial agudeza. Cualquier persona medianamente interesada está al tanto de cómo los tres partidos políticos de mayor peso en el régimen anterior (PRI, PAN y PRD) desplegaron una cuidadosa estrategia de captura de las instituciones supuestamente autónomas, para ponerlas al servicio de la plutocracia.
En la fina trama que construyeron para competir sin poner en riesgo su lucrativa convivencia, las élites partidistas sostuvieron contra viento y marea la regla dorada del reparto por cuotas. Para hacer menos grotescos los repartos, tuvieron el gesto de elegir personas con altos perfiles académicos o trayectorias profesionales exitosas. Al buen entendedor, pocas palabras: apostaron por suplir las truculencias y el reparto por cuotas con el prestigio de los notables reclutados.
En la historia por escribir, habrá que documentar los términos del intercambio entre las élites partidistas y las personas reputadas que fueron impulsadas a los cargos de dirección de los citados órganos constitucionales. Por el momento, sirva para la imaginación sociológica el caso del afamado historiador Enrique Krauze, opositor confeso a la 4T, que acredita la generosidad de las elites gubernamentales con sus portavoces consentidos.
Hasta donde es posible observar, el diagnóstico de AMLO sobre los órganos constitucionales es acertado. De modo invariable, su integración expresó el consenso alcanzado entre las tres fuerzas políticas dominantes en el régimen anterior y derrotadas por el presente. He aquí la clave del éxito que sirvió de base del proceso de sujeción de dichas instituciones a los intereses plutocráticos.
Si existen dudas acerca de la truculenta historia de la colonización plutocrática de los organismos autónomos, ahí están los sondeos de opinión y los índices que muestran el declive de la confianza social en su desempeño.
En esta historia, hay ya por lo menos dos capítulos a la vista. Uno se refiere a la Comisión Federal de Competencia (COFECE), que acusó las renuncias, al parecer forzadas, de algunos comisionados y los amagos de denuncia hacia el actual presidente de dicha institución. Y el otro se relaciona con la renovación de cuatro de los integrantes de la Comisión Reguladora de Energía (CRE), en la que contra el viento y la marea de los senadores de oposición prevaleció la voluntad presidencial.
Lo interesante es que en la coyuntura política actual se vislumbra un capítulo más, esta vez con el Instituto Nacional Electoral (INE) como protagonista, que podría ser la madre de las batallas por el control de los órganos autónomos De confirmarse los rumores sobre las iniciativas en puerta, la batalla tendría como contexto una reforma político-constitucional de gran calado, que pondrá sobre la mesa la supresión de los 32 organismos electorales locales y una reingeniería organizacional a fondo.
De entre las propuestas, destaca la modificación de la integración del máximo órgano de dirección, el Consejo General, que pasaría de 11 a siete consejeros electorales con derecho de voz y voto; y, dado que podría ser considerado un nuevo órgano, abriría la puerta a la renuncia masiva y a un proceso de selección con ventaja inmensa para Morena, cuyo papel ha sido tangencial en la designación de los consejeros en funciones.
Tengo la impresión de que el último artículo de José Woldenberg, Colonizar el Estado, sin decirlo abiertamente, pone el dedo en la llaga del futuro de la institución que él dirigió y a cuyo engrandecimiento contribuyó. Si su cálculo es que Morena se apresta a una integración del Consejo General más afín a sus intereses, resulta difícil no concederle algo de razón, por más que su diagnóstico sea sesgado y omiso a las secuelas de dos décadas de colonización de los órganos autónomos, basadas en el reparto por cuotas.
Si se evalúa la evidencia histórica, es inevitable colegir que antes del arribo al poder de la 4T, la colonización de los organismos autónomos era un hecho consumado. En tal virtud, no comparto la hipótesis de Woldenberg de que, por la vía de un proceso de colonización en marcha, la 4T está destruyendo el capital de autonomía institucional preexistente.
Además de falaz, la hipótesis de la colonización del Estado tiene el inconveniente de ser políticamente estéril. A todas luces, la visión de AMLO apunta hacia la supresión de las zonas de alta incertidumbre, hoy bajo el control del régimen derrotado, delineadas por los llamados organismos constitucionales.
Dicho con toda crudeza, si el dilema fuese elegir entre organismos “autónomos” colonizados por las fuerzas del régimen anterior u organismos colonizados por las propias fuerzas, es clara la preferencia de AMLO y es claro también el desenlace esperable.
Una buena pregunta es sobre las probabilidades en el México actual del escenario de construcción de organismos constitucionales autónomos, que ofrezcan mayor viabilidad política y económica al Estado mexicano. Por hoy, tengo la impresión de que uno de los principales obstáculos es la obcecación de los intelectuales orgánicos a preservar el relato de que México iba por el buen camino del Estado de Derecho y la democracia representativa hasta que una fuerza política liderada por un Mesías populista irrumpió para echar por la borda décadas y décadas de avances.
Lo que los opositores a ultranza de la 4T y los intelectuales orgánicos del régimen antiguo se resisten a entender es su papel activo en la reproducción del círculo vicioso que tanto detestan.