La melancolía es definida en el Diccionario de la real academia española como tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien lo padece no encuentre gusto o diversión en nada. Esta primera definición nos muestra este estado de ánimo como algo negativo e incluso perjudicial.

La melancolía se ha tratado como un problema clínico, patológico, histórico, filosófico y artístico. Su historia es la de la psiquiatría misma, y su estudio, el del dolor que acarrea la propia condición humana (situación que en sí misma puede ser un área de oportunidad para profundizar sobre nuestra propia existencia). Su paradoja, nos muestra al melancólico, al perezoso, como la potencia de toda creación, sintomática, artística y cultural, así esa tristeza se torna en el impulso creador de quienes la “padecen”.

En la Antigua Grecia Hipócrates identificó a la melancolía como uno de los cuatro humores que componían el cuerpo, la “bilis negra”, que era el peor de todos. Esa bilis contenía pneuma, que provocaba enfermedades y hacía que la persona pasara rápidamente de la tristeza a la ira. Por eso, la melancolía se asoció con la depresión, idea que se mantuvo hasta el Renacimiento. En la Edad Media la melancolía, se entendió como sinónimo de tristeza y pereza, incluso fue considerada como uno de los pecados capitales, aunque más tarde se eliminó de la lista. En el Renacimiento la concepción cambió y la melancolía comenzó a ser asociada con la genialidad y la locura creativa. A finales del siglo XV, identificaron que las personas con melancolía mostraban una sensibilidad artística especial.

El término depresión no apareció hasta el siglo XVII, aunque siempre vinculado a la melancolía. Y no fue hasta las primeras décadas del siglo XX que el concepto de depresión ganó identidad propia, desvinculándose de la melancolía.

Esta sensación de tristeza como un ocaso del impulso vital, ya sea porque algo se haya perdido, ya porque del horizonte se borre la promesa de conseguir una meta es la inspiración de la creación y manifestación divergente de ese dolor. Hay tristezas que se manifiestan en el cuerpo y otras que implican al alma (muchas personas encuentran consuelo en los dogmas místicos que les aporta la Fe en Dios). Hay también el duelo (como pérdida irreparable: de la ausencia física o la ruptura en las relaciones) y sus complicaciones que nos pueden llevar a la depresión.

Cuando vimos las emociones aparecieron de manera natural la que atañen a la tristeza o la alegría, y sin embargo llevarlas al extremo en sus manifestaciones pueden llegar a convertirse en trastornos. Lo que asusta, entonces, de la melancolía son sus consecuencias que parecen incontrolables. Comprendemos la tristeza, la inapetencia, las cavilaciones constantes, el nerviosismo, pero nos asusta su desmesura: el estupor, la anorexia, el insomnio, la profunda angustia que puede acompañar al melancólico. Y, en su peor manifestación, el suicidio. Estar alertas para que pese la aparición de este estado de ánimo no nos arrastre a senderos sin retorno.

En tanto disposición psíquica, el temple melancólico incluye la impaciencia, el afán de perfección que hace de ella condición casi sine qua non entre los «seres excepcionales» y que podemos atribuir a esa vocación utopista por alcanzar el ideal.

Independientemente del tipo de temperamento, la melancolía es un estado que todos podemos experimentar. De hecho, estar abatido, desanimado, decepcionado, triste y nostálgico es una experiencia afectiva normal que no implica necesariamente un estado patológico y que debe reconocerse como una emoción que se necesita experimentar para superar el duelo y la nostalgia de lo que fue y ya no será con las implicaciones de la sensación de “pérdida” como algo humano.

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