Si hay que quitar la estatua de Colón, también todo lo que se derive de su llegada a América.

Y entonces habría que echar abajo todas las capillas, templos y catedrales del país, porque el discurso que se lee detrás es: fuera el colonialismo español.

Después borrar los nombres de todas las calles, colonias y municipios que lleven los apellidos Colón y Cortés; cambiarle el nombre a todos aquellos que se llamen Cristóbal y Hernán, así como aprobar una ley que prohíba que los niños sean registrados con esos nombres.

Por supuesto derribar los monumentos Casa de Cortés en Coyoacán y Cuernavaca y ya entrados en gastos, todos los edificios construidos con influencia española.

Si vamos a revalorar las raíces aztecas, habrá que hacer resurgir las pirámides,  los centros ceremoniales y volver a usar penachos y taparrabos eliminando la religión católica y derribando las iglesias cristianas y protestantes.

Cuando se toma una medida de esa envergadura, hay que llevarla a sus últimas consecuencias, porque de otro modo se convierte en un acto vandálico con permiso gubernamental que sólo tiene un fin: dar atole con el dedo con el único propósito de distraer de lo realmente importante.

Si lo que se requiere es rescatar el indigenismo, si verdaderamente lo que importa es revalorar nuestra raza de origen, entonces que el gobierno provea de recursos a los tarahumaras que se suicidan por no tener con qué alimentar a sus familias.

Basta darse una vuelta los fines de semana a Cuetzalan, en la sierra norte de Puebla para contemplar la pobreza de los indígenas que suben a vender sus plátanos o sus artesanías, muchos de ellos descalzos.

Aquí cerca, en Chietla, los cañeros viven en chozas con piso de tierra y duermen sobre tapetes; son trabajadores de la zafra, de origen popoloca, que no pueden disfrutar de un kilo de azúcar.

Los discursos y las acciones del gobierno tienen otros fines, no el revalorar al indígena. Y quien aplaude esos actos de barbarie, participa activamente en continuar sepultando al verdadero pueblo indígena.

Es cierto que somos el producto de una fusión, cuyo costo fue una de las masacres más grandes de la historia, pero pongámoslo en perspectiva: Juan es hijo de un hombre agresivo y una buena mujer, a la que el padre le quitó la vida a golpes cuando Juan tenía 8 años; un día,  ya adulto, Juan encuentra una fotografía de su padre y decide romperla para deshacer los actos ruines del pasado.

Juan renunció a su padre, pero sigue siendo hijo de él; quien entienda sobre constelaciones familiares, sabrá que el peso que lleva Juan no se acaba hasta que él muera y eso suponiendo que no deje descendientes.

Estos actos, lejos de ser un honroso homenaje al pueblo de México, responden a un berrinche que lejos de solucionar, se convierten en velos para nublar una realidad que no puede cambiarse con el simple hecho de creerlo.

Y quien así piense, evidentemente que padece de un desequilibrio de la razón.

La cultura es aquel vertedero de historia, costumbres, tradiciones, arte, que nos hacen ser quienes somos. Esta idea de tratar de borrar parte de lo que nos ha hecho a través de la historia, sólo evidencia una grave falta de cultura, visión y educación de quienes toman ese tipo de decisiones absurdas, por decir lo menos.

Querer borrar la historia es justo lo que la España de hace 500 años hizo al tapar todo vestigio y erigir Iglesias encima de cada teocalli.

Repetir los errores de la historia es producto de una ignorancia absoluta.

O lo que es lo mismo, el gobernador Barbosa barriendo todo lo azul que dejó Moreno Valle para tratar de borrarlo de su mente.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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