En julio de 1989 realicé un viaje por Europa de «mochilero», recorrí más de 13,500 kilómetros por varios países que algunos ya no son los mismos. En ese año poco tiempo después de mi regreso con la caída del Muro de Berlín, la geografía política se modificó y países que visite se transformaron, aunque la esencia del lugar se mantiene.
Después de salir de Berlín Occidental, como se le llamaba entonces a una parte de la ciudad que fue dividida al terminar la Segunda Guerra Mundial, cruce parte de la también llamada República Democrática Alemana y entre a Checoslovaquia.
Esos lugares ya no se llaman así y si podría visitarlos este año su esencia y patrimonio sería casi el mismo, solo cambios políticos que obligaron a la modificación de su nombre.
Checoslovaquia es ahora la República Checa, esta perdió parte de su territorio que quedó con el nombre de Eslovaquia y mantuvo una tesoro natural y edificado que vale la pena ser visitado.
La ciudad más importante y capital de la República Checa es Praga, un lugar que parecía la bella durmiente del siglo XX y que al despertar a principios de los años 90 renació como uno de los principales puntos de interés turístico de Europa.
Praga fue una de las antiguas ciudades de los Habsburgo, la dinastía que gobernó lo que se llamó “Mitteleuropa” (Centro-Europa) y que todavía es una región con una forma especial de pensar, de vivir y de sentir a través del arte y la cultura que se derrama por cada esquina.
Praga es irreverente, animada y con ganas de hacer sentir a sus visitantes el orgullo de su patrimonio. La ciudad se extiende a las orillas del rio Vlatva y muy cerca de ahí está Hradcany, el castillo que con sus murallas rodean la sede del gobierno y la Catedral de San Vitus.
El Puente de Carlos es el emblema de la ciudad, une las dos partes en las que está dividida Praga y tiene estaturas barrocas del siglo XVII y XVIII y durante el verano es el punto de encuentro de locales y turistas que disfrutan la vista y la presentación de artistas.
Viajemos juntos.