Maruca salió dos días antes al mercado para abastecerse de lo necesario; quería agasajarse con una cena de año viejo muy especial y sólo para ella.
Era la única que quedaba de la familia Sealtiel y por parte de los Franccini sólo vivía su sobrina Fabricia –de 70 años –con quien tuvo un altercado por ahí de 1985 y jamás volvieron a hablarse.
Recorrió los puestos escogiendo cada fruto y verdura con un cuidado ceremonioso; odiaba los negritos, los golpes o las raspaduras típicas que quedaban en las legumbres producto del manejo de la mercancía.
La familia no había sido grande; su padre, un general que participó en la Segunda Guerra Mundial, falleció en 1958 y unos meses después murió su madre, Doña Evangelina; Maruca juraba que la mujer corrió a morirse para alcanzarlo, pues el amor de ellos era de esos que no se ven a la vuelta de la esquina.
Después del mercado pasó a la vinatería, donde se compró una crema de whisky y luego se dirigió a Sanborns para llevar una caja de chocolates azulejos que le fascinaban desde hacía décadas, sólo que los compraba para ocasiones especiales porque consideraba que las cosas que valen la pena no deben usarse o consumirse al garete, pues de ese modo pierden su carácter único.
Como a las 8 de la noche, todo su ánimo, su ser y su historia estaban dispuestos para celebrar el 31 de diciembre la partida de un fatídico 2020, con el deseo de que se largara este año maldito.
Procedió a servirse dos hielos en un vaso old fashion y vertió hasta la mitad la crema irlandesa, espesa y de un café claro que olía a gloria.
Colocó en el tocadiscos un LP de Xavier Cugat y su orquesta; la primera pieza que inundó la atmósfera fue Perfidia –del chiapaneco Alberto Domínguez Borrás y compuesta en 1939–. Era la canción con la que se había enamorado de Klaus, quien la dejara en los albores de su relación, cuando más felices parecían y cuando la vida les mostraba una sonrisa por demás candorosa; el hombre había tomado la mano fría de la muerte luego de una neumonía que lo mantuvo entre este mundo y el otro por espacio de 2 meses.
Se instaló en su cocina: amplia, iluminada y con todos los enseres que alguien que se jacta de ser muy buena en los menesteres culinarios, puede desear.
El año entrante sería su cumpleaños número 90, pero ella siempre aseguraba sentirse de 30, aunque su cuerpo dijera lo contrario y neceara con envejecer.
Los platillos que había decidido preparar –aunque sólo picaría un poco de cada uno–, eran portobellos rellenos de caprese, pasta frutti di mare y también había comprado una baguette de ajo además de un vino Carmenere; los chocolates serían el postre, así como un macchiato preparado en su cafetera para darle un buen final a la celebración solitaria.
Mientras lavaba, cortaba, cocía, horneaba y mezclaba, pensaba en su infancia, en la música que escuchara en aquellos años al lado de sus padres –era hija única – y en lo feliz que corría en aquel patio enorme junto a sus amigos y primos.
Le dieron las 11 de la noche y el calor del horno, soltando un aroma de exquisitez absoluta, la arropó, junto a su nostalgia y recuerdos.
Se sirvió, ya cerca de las 12, en aquella mesa con grandes adornos y dispuesta para 4 personas –había colocado platos para sus padres y para Klaus–; pues quería cenar en familia, aunque fuera de manera simbólica.
Ya en el postre, un ataque de tos provocado por un trocito de chocolate, la llevó hasta la asfixia; cayó muerta junto a la credenza de la entrada, empeñada en llegar a la puerta para pedir ayuda.
2021 arribaba.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
@ALEELIASG