Julio se asomó por el agujero del retrete; la taza permanecía seca, porque la vivienda había estado un tiempo sin luz y en consecuencia la bomba no subió agua al tinaco durante meses.

Los desagües de lavabos, cocina y lavadora despedían un hedor picante.

Al revisar la taponadura, notó un bulto cubierto de pelusa, como si fuera una rata muerta y reseca dentro del ducto que desembocaba en el desagüe.

Metió un alambre grueso que normalmente utiliza como gancho para quitar obstrucciones de las tarjas de cocina o de los mismos excusados.

Jaló el objeto y se sorprendió al ver el tamaño de aquello que mantenía tapada parte de la salida del agua.

Lo habían contratado para darle mantenimiento a la casa, toda vez que estaban por entregarla a un nuevo inquilino.

Luchó por un rato con aquello que se negaba a dejar su nido, hasta que, luego de un sonido seco, cedió y volando fue a dar hasta el ovalín del lavabo; era un tubo de porquería seca de unos 25 centímetros de largo por 6 o 7 diámetro. Una composición de pelusa con sabrá Dios qué más, el caso es que era grisácea y a punto de solidificarse.

Muy a la manera de algunos forenses, quienes llegan a establecer un monólogo con los muertos, Julio le preguntó al mueble si le era molesto o acaso agradable ser utilizado para recibir los desechos de los seres humanos.

Tirado a un lado del excusado, le había llegado la hora del almuerzo y sólo abrió la lonchera que le había preparado Eduviges, su mujer; degustaba una torta de milanesa con quesillo y chipotle y daba unos tragos grandes a su refresco de manzana.

Mientras comía, le dijo a la taza que conocía algunos parientes suyos que, de tan obstruidos que estaban por el sarro que producía el agua dura que corría por las tuberías de Puebla, no hubo más remedio que sustituirlos por nuevos mandándolos, ya quebrados, al escombro.

Hacía mucho calor porque la casa tenía poca ventilación y aparte del esfuerzo por el trabajo, el bochorno y la comida le produjo ese estado que ahora muchos llaman el mal del puerco.

Cuando lo conocí, Julio me comentó: “usted ni se imagina lo que hay en el drenaje; encontramos desde anillos de compromiso hasta pedacitos de fotos”.

Cuando me contó esto, me quedé meditando en que hay objetos que no se vuelven basura, sino desechos con un nivel de apreciación todavía menor: adquieren un valor equivalente a las heces y a la orina, pues uno no tira algo en el WC a menos que quiera mandarlo a donde va toda la suciedad. O convertirlo en suciedad, de manera simbólica, que para el caso es lo mismo.

Julio terminó su almuerzo y continuó escarbando. Desesperado porque no lograba desazolvar aquello, decidió despegar la taza. Al levantarla encontró atorada una mano ennegrecida que tenía pegado un aro oscuro.

La sacó, la limpió con un trapo y descubrió que el aro brillaba; era un brazalete adherido a la muñeca de un brazo de muñeca. Pero la joya sí que parecía de oro; tenía incrustaciones de pedrería que para cualquiera sonaría prometedora.

Terminando de limpiar el brazalete, sacó un poco de solvente limpia metales y terminó de pulirlo; una alhaja como estas sí que debía valer. Supuso en su amigo Fabián, el de la casa de empeños pudiera hacerle un avalúo y ya con el precio aproximado, buscar a Don Facundo, el relojero que, sabía, compraba joyas finas para revenderlas entre las mujeres sofisticadas de La Vista, asiduas clientas de su negocio.

Un chorro de refresco le cayó en la playera, a la altura del estómago, y asustado despertó.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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