Cuando Aída llevó a Esteban al fraccionamiento para mostrarle la casa, lo primero que le cautivó fue la amplitud del área verde frente al que podría ser su nuevo hogar.

–Esto para mí no tiene precio; me encanta el basquetbol y el que haya este espacio tan grande, verde, y por si fuera poco con una cancha de básquet, es como un regalo de la vida.

Le mostró la casa, de fachada amarilla con acabados coloniales, pero a él sólo le importaba lo que sería fundamental para sus ratos de esparcimiento, en los cuales se imaginaba botando el balón y encestando mientras a lo lejos el sol se escondería tras el cono del Popocatépetl.

Llevaba dos años viviendo en la esquina de la 7 norte y la 10 poniente, en San Pedro Cholula.

Le gustaba la casa que rentaba, pues tenía espacios amplios, era soleada y ventilada. El problema venía cuando la ladrillera de enfrente quemaba los tabiques y la humareda se metía por todas las rendijas de la casa.

Esteban trabajaba en línea; se dedicaba al diseño de páginas web y al mantenimiento de las plataformas que había creado para diferentes empresas; no le iba mal, así que decidió buscar algo más natural, aunque fuera de un precio un poco más elevado.

Un día que salió a tomar café con Ana, su esposa, conoció a Aída, una corredora de bienes raíces, quien hacía un trabajo de asesoría con un cliente a dos mesas de distancia.

–Perdón, escuché su conversación y me interesó; ¿me ayudarías a conseguir casa? Quiero cambiarme y tengo la ilusión de encontrar algo en mitad de la naturaleza.

La casa 165 fue la primera que le mostró, de una lista de 7 que pretendía enseñarle; él no quiso ver más, se enamoró del lugar y de la vista que se disfrutaba desde el primer piso.

Convinieron el precio y él se cambió dos semanas después con su hijo de 12, su hija de 10, su esposa y su suegra; venían de Tlaxcala, les gustó Cholula y ahí se asentaron haciendo su vida entre el colegio, el trabajo y el esparcimiento.

Lo primero que hizo, fue comprar un asador que acomodó en el jardín trasero de la casa; los domingos sin falta había parrillada en familia.

Luego de que armara el expediente del inquilino y entregara la casa, la ejecutiva le dio las gracias a Esteban por su preferencia y a la señora Isabel, la dueña, por la confianza.

Esteban invitó a Aída a su primera comida en el jardín y ella agradecida llevó un pequeño pastel de fresas y chocolate. Fue la última vez que los vio, como a la mayoría de sus clientes, pues el trabajo y las carreras de diario le impedían continuar socializando con las familias que acomodaba gustosa –ella decía –en cada hogar.

Entre casas, terrenos y departamentos, Aída iba de un lado para otro prefiriendo trabajar los inmuebles de Cholula; le gustaba la gran variedad de opciones que ofrecía la ciudad, el ambiente turístico, las actividades recreativas al aire libre como el cerro Zapotecas con sus ciclistas y motociclistas, los clubes hípicos, la enorme oferta restaurantera, y claro, el aire limpio y el agua ligera venida de los volcanes.

Una mañana, esperando a un cliente para mostrarle varios terrenos, llegó temprano al café de la Plaza Las Glorias y se sentó a disfrutar de la media hora que tenía antes de su cita; sacó su libro y al abrirlo alguien en la mesa de junto la saludó.

–Hola, Aída ¿Cómo estás?

–¿Isabel?

–Sí ¿Cómo te ha ido? Oye: quiero darte mi casa a rentar.

–¿La que le renté a Esteban? Pero si tiene como 8 meses que se cambió.

Isabel tragó saliva.

–Fíjate que le dio COVID y en pocos días murió.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

 

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