Murió Fulano, Zutano y Perengano.
Los conocidos van cayendo como fichas de dominó, tocadas por un mal invisible que no avisa, sólo sentencia.
Y el resto, quienes somos afortunados al continuar de pie, sólo vemos cómo se desploma la gente alrededor.
Así que la muerte se vuelve una compañera cotidiana que de a poco nos insensibiliza al mirarla de una manera por demás recurrente.
Ya no es como antes, que llegaba la llamada y le pedían a uno que se sentara para escuchar la noticia y entonces la soltaban poco a poco; hoy se oyen por aquí y por allá los nombres de los caídos en esta batalla que nadie pidió pelear.
La sensibilidad se vuelve cada día menos áspera y la costumbre de escuchar los decesos de quien uno menos se imagina, nos vuelve paulatinamente indiferentes.
¿Murió de COVID? ¿De qué otra cosa se muere la gente hoy en día?
Sólo los deudos heredan el dolor del abandono, del olvido, de la soledad que trae el deceso de un ser querido y que les rasga el interior como sabe hacerlo la muerte. El resto, los amigos, familiares y conocidos, únicamente nos sorprendemos el día del suceso, lo demás es volver a las actividades de diario, a la vida que continúa sin parar, porque no hay tiempo para mirar atrás.
Ni siquiera hay oportunidad de una velación, de unos rezos acompañando al cuerpo que está ahí, convirtiendo su esencia en el éter que sube a lo desconocido impulsado por el calor que producen las flamas de los cirios y el aroma de las flores blancas.
Sólo es la noticia que nos explota en el camino como una mina y que nos hace reflexionar sobre lo efímero que es la vida en estos tiempos; sobre la fortuna de hallarnos vivos en mitad de tanta desgracia.
¿Por qué se muere la gente? Nos preguntamos y hacemos mil conjeturas al respecto: se veía joven, saludable, bien comido. ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que lo tocó? ¿Cómo se contagió si se cuidaba tanto, si ya estaba vacunado?
Y no alcanzan las respuestas para tanta pregunta y entre más le rascamos más nos hundimos en un sin saber que nos conduce al borde de un capítulo de ficción, donde vamos perdiendo soldados sumidos en esta guerra contra un enemigo intangible al que no se puede identificar, el cual, cuando parece que lo tenemos acorralado, cambia de camuflaje para atacar por otro lado.
¿Qué es esto que nos pasa a los seres humanos? ¿De dónde viene? Y revisamos tantas teorías, tantos mensajes construidos a propósito en las redes sociales para llevarnos como ovejas de corral hacia un solo camino: el del terror. Acabamos perdiéndonos en la búsqueda de aquello que no nos provee una respuesta satisfactoria.
La muerte se volvió como el pan de cada día en esta tercera ola que nunca pensamos que llegaría y los pronósticos cada vez son peores; las películas futuristas hacen su agosto recrudeciendo aún más esto, que al decir de los argumentos se va más allá del dos mil veintitrés y en situaciones mucho peores.
Para muchos es el fin del mundo, el apocalipsis, el castigo divino a tanto pecado; para otros es la voracidad de los grupos que atesoran el poder a nivel mundial; hay para quienes esto es una catástrofe de dimensiones inesperadas que empobrece a la población, que nos restriega frente a los ojos la fragilidad del ser humano ante aquello que consideramos desconocido.
La guadaña continúa segando y no hay defensa en su contra.
Son tiempos de psicosis porque no hay tranquilidad mental, en los cuales luchamos todos los días por mantener la cordura ante el encierro, el sometimiento, el miedo, el ordenamiento, el caos interior y la incertidumbre del mañana, cuando despertemos.
Si acaso conseguimos despertar.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
@ALEELIASG