Abordar el tema de la seguridad pública en nuestro país es casi siempre motivo de debate en cualquier mesa de análisis y/o discusión. Y lo es porque los cuestionamientos se centran repetidamente en el erróneo o correcto establecimiento de estrategias y mecanismos efectivos que contribuyan a garantizarla.

En ese sentido, la mayoría de las veces se concluye que el principal obligado de proveer la tranquilidad es el Estado en sus tres niveles de gobierno; sin embargo, la realidad es que en los tiempos actuales se exige la colaboración de todos los sectores de la población.

Cierto es que los gobiernos tienen como primera obligación proveer a las personas, a las familias y a las empresas un entorno de certidumbre y un clima de tranquilidad que facilite las actividades cotidianas.

Empero, responder en los hechos a esta legítima exigencia social, a esta deuda con los ciudadanos, se ha convertido en todo un reto por las condiciones en las que hoy en día se desenvuelve la delincuencia, y porque, insisto, se trata de una tarea en la que todos somos responsables.

La percepción sobre el particular, debemos reconocerlo, ha permeado igualmente los intentos por buscar el consenso y la colaboración ciudadana.

Qué debemos hacer entonces para generar un clima diferente, para hacer de nuestro espacio de convivencia un lugar seguro. La respuesta se encuentra en todos nosotros, como ciudadanos, como gobernantes, como empresarios o como integrantes de una sociedad a la que pertenecemos.

A los gobiernos corresponde integrar un sistema unificado y nutrido, con personal preparado y equipado, como se ha realizado en Chignahuapan desde el inicio de administración.

A los servidores públicos que laboran en los organismos de prevención, procuración y administración de justicia y de readaptación social, corresponde cumplir sus responsabilidades con probidad y eficiencia, y hacer a un lado a quienes manchan la credibilidad social de las instituciones.

Pero qué le toca a los ciudadanos, a ellos corresponde contribuir en la construcción y consolidación de una nueva cultura de apego a la ley y de denuncia permanente de toda actividad que se aparte del Estado de Derecho, venga de donde venga.

Cada persona, cada grupo, cada organización legítima debe conducirse siempre conforme a la ley, y reconocer perfectamente los derechos y las obligaciones como una conducta que debe extenderse a todas las actividades de nuestra vida social, ya sean económicas, sociales o políticas.

Porque la delincuencia limita el desarrollo de las actividades productivas y frena el esfuerzo de todos.

Asimismo, provoca heridas hondas y dañinas para la sociedad; heridas como el descrédito de la ley y las instituciones; heridas como el inaceptable impulso de hacerse justicia por propia mano, o heridas como el deterioro del Estado de Derecho y el consiguiente debilitamiento de la armonía social.

Sólo estableciendo con claridad, certeza y permanencia la aplicación rigurosa de la ley e integrándonos corresponsablemente a las acciones de gobierno lograremos nuestros objetivos en la materia. Esta es una condición indispensable, quizá no la única, pero sí muy necesaria para ganar esta interminable lucha contra los delincuentes.

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