Hace unos días, una amiga de años y felices días, politóloga ella, llamó mi atención sobre la inusual expectación que ha logrado percibir en sus entornos cercanos a propósito de la reforma electoral o, mejor dicho, de la iniciativa de reforma de AMLO y la 4T y las contrapropuestas del bloque opositor.

A decir suyo, y con sobradas razones, es toda una sorpresa que personas legas y que profesan aversión a la política, hoy muestren una actitud entusiasta y decidida para incorporarse en un debate que reclama conocimiento experto.

En el mejor de los ánimos de cooperar con un loable despertar cívico, me voy a permitir ofrecer humildemente en una serie de artículos algunas pistas de comprensión, relacionadas con aspectos cruciales de los cambios propuestos que suscitan el encono y la polaridad.

Comencemos por la propuesta de AMLO de la reducción del tamaño de 500 a 300 curules de la Cámara de Diputados, mediante la supresión de la fórmula de representación proporcional, esto es, que haría desaparecer las cinco circunscripciones plurinominales y de 200 diputaciones plurinominales.

Tal propuesta presupone la preservación de la geografía electoral vigente, que divide el territorio nacional en 300 distritos electorales, cada uno de los cuales entrega el cargo de representación popular al candidato con mayor número de votos.

Expresamente, a esta propuesta le es directamente reconocible el mérito de la austeridad republicana: menos dietas, menos asesores, menos burocracia… y así por el estilo.

Ciertamente, a esta narrativa le hacen falta algunas consideraciones. De entrada, sin escaños plurinominales por repartir, en un contexto de mayor escasez, los miembros de las burocracias de los partidos nacionales enfrentarían el dilema de hacer méritos en campaña o desaparecer.  Por si fuese poco, dado el volumen y la distribución de las preferencias electorales a lo largo y ancho del territorio nacional, una contienda electoral con 300 distritos y bajo la regla de mayoría simple tendría como claro beneficiario a la 4T, con lo cual podría aspirar a convertirse en mayoría absoluta, sin necesidad de lograr una cuota de votación superior al 50%.

El bloque opositor y sus expertos entienden a la perfección los riesgos de caminar en un sendero que les promete desventajas. Aun así, sabedores del impacto positivo de avanzar en la supresión de 200 diputaciones, suscriben dicha propuesta, bajo la medida sustancialmente diferente de migrar a un sistema de representación proporcional pura.

Dicho en otras palabras: la propuesta opositora preservaría las cinco circunscripciones plurinominales actualmente existentes, cada una de las cuales pondría en juego 60 diputaciones, que en total completarían las 300 diputaciones. Luego, en lugar de 300 fórmulas de candidatos para elegir, los partidos políticos propondrían listas de 60 candidatos que serían elegidos según orden de prelación en función de la proporción de la votación obtenida en la respectiva circunscripción.

En la narrativa de quienes impulsan esta propuesta hay pleno reconocimiento de dos méritos: el ahorro y una representación que tiende a equilibrar la proporción de diputaciones con la proporción de votos obtenidos, es decir, que pone freno a la sobrerrepresentación.

Igualmente, hay aspectos poco esclarecidos por el bloque opositor, entre los que cabe destacar la ampliación del margen de discrecionalidad de las dirigencias de los partidos políticos para perpetrarse en la ocupación de las curules, la improbabilidad de existencia de mayorías parlamentarias y la probabilidad de parálisis legislativa, así como la regresión en materia de las candidaturas independientes y la inclusión de las minorías.

Desde la perspectiva de las propuestas del bloque de la 4T y de sus opositores, y más allá de que ambas propuestas apuntan al objetivo similar de reducir a 300 el tamaño de la Cámara de Diputados, no es tan difícil advertir que existe también una similitud en cuanto a su lógica estratégica: preferir la fórmula de reducción que mayores probabilidades les ofrece para incrementar su peso y su poder en este órgano legislativo.

Ahora bien, desde la mirada de un ciudadano típico, en cuya experiencia la política carece de dignidad y los políticos de probidad, probablemente lo menos relevante sea dilucidar cuál propuesta otorga más o menos curules a las partes en disputa, sino cuál de ellas ofrece mayores certezas de proveer representantes populares dotados de legitimidad democrática, sensibilidad y aptitudes orientadas hacia el bien común.

En este sentido, justo es reconocer la verdad en el diagnóstico de que el sistema electoral vigente es obsoleto para impulsar la gobernabilidad democrática y el desarrollo nacional. E igualmente cierto resulta que nuestro régimen acusa el azote de la crisis de representación.

Razones, pues, sobran para aspirar a un cambio. Lo que tirios y troyanos nos están quedando a deber son buenos argumentos para convencernos de que sus propuestas nos acercan a la utopía concreta de la democracia constitucional y el buen gobierno.

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