Francisco Bedolla Cancino
Uno de los aspectos más controversiales en la propuesta de reforma electoral del bloque opositor es la introducción de la segunda vuelta para el caso exclusivo de la elección presidencial.
Al respecto, con la ayuda de las voces expertas, fluyen diversas razones, no siempre suficientes ni tampoco atendibles. La principal, sin duda, la alta improbabilidad en las democracias modernas de que algún candidato o fuerza política alcance por sí misma la mayoría absoluta, es decir, que alcance o supere el 50% más uno de la votación.
Y, salvo las raras excepciones de una competencia funcionalmente bipartidista, es el caso de que en las democracias presidencialistas basadas en la regla de mayoría simple, el candidato con la votación mayor suele ser apenas la minoría más grande.
Desde la perspectiva de los promotores de la segunda vuelta electoral, el hecho de que el máximo cargo del ejecutivo recaiga en un gobernante cuya fuerza electoral es menor que la de sus opositores en conjunto representa un serio problema a su legitimidad y capacidad gubernativa.
Es difícil sustraerse a la tesis de que es mejor contar con una presidencia de la República respaldada al menos por la mayoría absoluta de los electores que contar con un presidente cuyo mérito es haber obtenido más votos que sus competidores.
Con independencia de la opinión común de los expertos, cuesta trabajo dar por válida la presunción de que un presidente con mayoría absoluta goza necesariamente de mayor legitimidad que uno respaldado por una minoría relativa.
Hay mucho de simplismo en la presunción de que la legitimidad, entendida como la creencia en la calidad o prestigio del orden o la autoridad, funciona de manera aritmética. Para no ir muy lejos, no sería raro encontrar que un presidente tipo el uruguayo José Mujica, aún si respaldado por una primera minoría de votantes, pudiera gozar de mucho mayor legitimidad que la de todos sus opositores juntos.
Así las cosas, no parece valer la pena entrar en el análisis de la falacia aritmética de la legitimidad, en la cual permanece anclada la propuesta de la segunda vuelta. Claro está, a menos que sus promotores den cuenta del mecanismo por el cual al coaccionar a los electores a elegir entre dos sopas, la más votada incrementa en calidad y prestigio.
El aspecto menos debatible en términos prácticos es que con la introducción de la segunda vuelta, en automático, crecen las posibilidades victoriosas del bloque opositor en las próximas elecciones.
Si usted, amable lector(a) considera razón suficiente para introducir la segunda vuelta electoral la derrota de AMLO y la 4T, lo mejor es no desgastarse escudriñando la teoría de la legitimidad.
No obstante lo anterior, sin lugar a dudas, a los cultivadores de la introducción de la segunda vuelta electoral les hará falta un buen paquete de argumentos para salir al paso de justificar razonablemente la consecuencia práctica de financiar una onerosa elección después de otra no menos onerosa en un país signado por la pobreza y la desigualdad, combinada con el hastío con las instituciones de la democracia electoral y la clase política parasitaria.
A ojos vistas de cómo se ha comportado el bloque opositor (léase: Jesús Zambrano y Marko Cortés), cerrando filas en torno de Alejandro Cárdenas, presidente del PRI, y de sus lamentables declaraciones, no hacen falta mayores elementos para sostener la hipótesis de que en la mente de los impulsores de la segunda vuelta no está la búsqueda de mayor legitimidad democrática, sino el mero cálculo de la regla electoral que mayores oportunidades les da frente a la fuerza en el gobierno.
Mayor atención, a entender propio, merece la propuesta de eliminación del financiamiento público por concepto de gastos ordinarios, contenida en la propuesta de reforma de AMLO, que en términos decentes se refiere la partida que cubre los costos de operación-existencia de las burocracias partidarias cuando no hay elecciones de por medio; aunque en términos crudos pueda decirse que se trata de las bases de subsidio del apetito voraz de las burocracias de los partidos y la clase política.
Si bien se mira, esta propuesta apunta en sentido contrario de las reformas de los últimos 30 años en la historia política de nuestro país, enfermizamente enfocadas hacia el propósito del fortalecimiento de los partidos políticos y enfermizamente desinteresadas de su aptitud para generar representantes populares y políticas públicas legítimamente democráticas.
Si alguna propuesta ha de enfrentar la crítica feroz, es precisamente esta. Nada que moleste más a los intelectuales orgánicos de la partidocracia que una propuesta que pega en el entender de que como la democracia requiere partidos fuertes y la fortaleza se alcanza con dinero, la vía eficiente es financiarlos con dinero público.
Desde un enfoque distinto, igual conviene no perder de vista que con la eliminación de esa importante partida de financiamiento público y con Morena en control de la política social, la consecuencia práctica esperable es la disminución del potencial competitivo del bloque opositor.
Y, sí, sí creo que ese escenario tiene un cierto aroma del viejo régimen priista. Igual creo que la persistencia en el modelo vigente de financiamiento público generoso y poco exigente conduce a más de lo mismo: partidocracia y crisis de representación.
Si hubiere que elegir…
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