En la visión electoral de la 4T, por lo menos en lo que hasta ahora es posible observar, lo que obra es un modelo de arbitraje con una autoridad administrativa nacional y única el INE, sin los 32 institutos electorales locales hasta ahora existentes, con un ahorro presupuestal importante, y libre de los consabidos riesgos de la vulnerabilidad de dichos institutos a los sesgos de los poderes políticos locales.
De modo más específico, la 4T contempla un máximo órgano de dirección ¾el Consejo General¾ menos abultado en número y con consejeros electorales libres de ataduras partidistas, con menor proclividad a rendir tributo a los intereses plutocráticos de la clase política opositora; y, si se puede, sometidos en su designación al sufragio popular.
Sin demérito de su pertinencia, la propuesta dista mucho de atender a muchos de los aspectos cruciales de su estructuración y funcionamiento del arbitraje electoral, que ameritan ser evaluados a más de 30 años de distancia y con un México político diametralmente distinto al de los buenos tiempos del presidencialismo priista y las alternancias PRI-PAN y de la era de los gobiernos divididos.
Por paradójico que parezca, la relativa obsolescencia del INE asociada directamente a las transformaciones del régimen, es una cuestión que ha pasado de noche a los reputados especialistas político-electorales estándar, opinólogos orgánicos de la oposición, y con tribunas definidas en los espacios mediáticos.
Es el caso de que el INE antes IFE, un organismo diseñado mayormente por el PAN y en defensa del interés opositor, con la complacencia del partido gobernante, emergió con el cometido de que los partidos políticos en su conjunto, los actores de la competencia electoral, tuvieran certeza de que los comicios en los que participaban estaban bien organizados e incentivos y, por ende, tuviesen razones suficientes para reconocer como legítimos los resultados electorales.
Uno de los pilares indiscutibles en este esquema de certezas recíprocas estribó en el control compartido del máximo órgano de dirección del INE, ejercido a través de la regla no escrita del reparto por cuotas de los cargos dentro del Consejo General entre los antaño tres grandes partidos políticos nacionales —PRI-PAN-PRD—, que hoy confluyen en el bloque opositor.
De la eficacia de este modelo de arbitraje para contener en umbrales aceptables los trucos y las trampas electorales, así como para incentivar el pluripartidismo y reducir las asimetrías, da cuenta la regularidad cercana a la perfección en la celebración de los comicios programados y la preservación de los conflictos en un margen manejable en la historia electoral reciente.
Un problema distinto estriba en dilucidar el grado de autonomía funcional que le es reconocible a un modelo de arbitraje electoral cuya sostenibilidad, mal que bien, descansó en lograr que cada uno de los partidos contendientes tuviera una cuota similar de consejeros electorales afines y, por ende, similar potencialidad de injerencia en la conducción del INE.
Los defensores a ultranza del modelo de arbitraje por cuotas equilibradas de control partidista encarnado en el INE, por lo general acogidos a la falacia de que la confluencia de las parcialidades prohija la imparcialidad, dan por hecho que, tal como pregona el 41 constitucional, el INE es un organismo funcionalmente autónomo.
Peor aún, los intelectuales orgánicos anclados en la citada falacia se han convertido en fervientes cultivadores de la narrativa de que cualquier iniciativa de reforma que trastoque el arreglo vigente del INE, sobre todo si ésta proviene de la 4T, va en contra de la autonomía.
Demasiado simple para ser cierto. Menos lugar hay a la duda de que el actual Consejo General del INE ha construido una marcada distancia respecto de AMLO y la 4T, que acreditan sobradamente su postura de independencia funcional respecto del partido en el gobierno y sus intereses.
En el marco de nuestra historia electoral reciente, que la autoridad electoral se distancie del gobierno en turno no es poco decir, incluso esto ha sido percibido como meritorio en sí mismo.
Precisamente, hoy la carta más fuerte de legitimación del INE es su confrontación con el gobierno federal y su probada independencia respecto de éste. El anverso de esta moneda, por desgracia, es su cercanía más explícita que tácita con el bloque opositor, a cuyos intereses responde y a cuyo cobijo se guarece.
A contrapelo de la narrativa opositora, poco lugar hay a la sorpresa del empecinamiento de AMLO y la 4T en un nuevo sistema electoral y en un nuevo modelo de arbitraje.
Simplemente, dicho con todo respecto, con las pasadas elecciones presidenciales se diluyeron las razones históricas para preservar al INE en su forma actual. ¿Qué caso tiene conservar un modelo partidista de arbitraje cuando su razón de existencia —sus clientes, el viejo régimen de partidos— está en un proceso avanzado, incluso irreversible, de extinción.
Desde una perspectiva pragmática, y dado un escenario de debilidad extrema de la oposición, quizás valdría la pena el consejo de preservar al INE en su forma actual, en el entendido de su poco potencial de dañar a la 4T.
No obstante, si la mira apunta a superar los desafíos cruciales de la crisis de la representación política y la gobernabilidad democrática, es imperativo un nuevo sistema de arbitraje electoral que haga realidad el ideal de un organismo constitucional con plena autonomía funcional.
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