Por: Mtra. Mercedes Núñez Cuétara

Hoy escribo y reflexiono desde el dolor, las sensaciones y las experiencias que he tenido en este año y medio de volver a la mal llamada “presencialidad”. Pongo la palabra entrecomillada porque, aunque físicamente hemos vuelto a ocupar la calle y los espacios públicos, estamos encerrados en nosotros mismos. Hoy más que nunca no reconocemos la otredad, no vemos y valoramos las otras vidas que nos rodean, que nos vinculan y que incluso nos hacen ser y existir. Por el contrario, percibo una tendencia cada vez más normalizada de pasar por encima de las vidas en el sentido literal y metafórico de lo que implica extinguir al otro, no verlo, no reconocerlo.

Mi introducción puede sonar dramática y soy consciente que, en varias épocas, desde muchas disciplinas y a través de muchos pensadores y pensadoras se ha argumentado que el mundo que socialmente hemos construido va a peor y está en declive. Hoy se habla de una crisis civilizatoria caracterizada por el resquebrajamiento de los referentes que nos daban sentido y orden como sociedad, estos referentes se están rompiendo, no son suficientes y están dando paso a nuevas formas de organización y orden. Éstas pueden construirse igual o más violentas, injustas y depredadoras que las anteriores, pero la esperanza radica en construir otras maneras más dignas, incluyentes y llenas de cuidado a toda forma de vida.

Yo estoy cada vez más convencida de la tesis sobre la presencia de una crisis civilizatoria y la construcción de un nuevo orden social. Basta con hacer un recuento en los acontecimientos mundiales como los conflictos armados en Europa, Asia y África; los desplazamientos de poblaciones enteras detonado por la hambruna o la violencia; la escalada de asesinatos en ámbitos de lo más diverso como los feminicidios o los tiroteos en escuelas y supermercados. En México, la crisis civilizatoria se ve reflejada en la cifra de asesinatos y desapariciones, que lejos de disminuir va en aumento. Destaca el caso de los sacerdotes jesuitas y el guía de turistas recientemente asesinados en la Sierra Tarahumara. Sacerdotes que trabajaban con y por la otredad y que durante años habían sido referentes para todos los actores e instituciones de la zona, fueron privados de la vida porque se interponían entre un individuo y su cometido, simplemente porque puede hacerlo, pasando por encima de las vidas que quitó y de lo que éstas representan. La crisis civilizatoria se refleja también en lo cotidiano, en la impaciencia e intolerancia hacia todo lo que “no soy yo”. Pareciera como si el sentido de nuestra existencia radicara en lo que cada quien desea y persigue, casi siempre en el plano de lo material, sin importar la vida que hay enfrente y que incluso destruye para alcanzar su objetivo.

La pandemia llegó para agudizar este no ver al otro que lleva tiempo gestándose. Los mensajes y prácticas detrás de la pandemia abonaron a esta situación. Las medidas sanitarias de sana distancia, distanciamiento social y uso de cubrebocas llevan detrás la idea de ver al otro como peligroso, como contagioso y como causa de muerte. Prácticas como el home office, las compras de víveres on-line, que incrementaron con la pandemia, refrendan la falsa sensación de individualidad y de bastarnos con nosotros mismos para existir. Sin embargo, detrás de cada compra, de cada correo y de cada alimento que llega a la puerta de nuestra casa hay millones de personas reales que con su trabajo y existencia hacen posible la nuestra. Necesitamos volver a visibilizar todas las vidas, todas y el papel que tienen en la existencia propia.

Abonando a la esperanza, considero que esta crisis civilizatoria es también una oportunidad para crear una sociedad más digna, justa y que valore la vida misma. Para ello, es urgente volver a mirar, reconocer y poner en primer plano la vida de los otros, de las otras y de todos los seres que emanan vida. Confío que como humanidad seremos capaces de poner siempre la vida al centro.

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