Por: Mariana Solana Filloy

 

Hace unas semanas participé en un espacio de formación docente de preescolar y primaria. Fue un espacio organizado por la dirección de la escuela, con el objetivo de preparar a sus profesores para el regreso a clases 100% presencial. La formación contempló el trabajo con psicólogos que hablaron de la importancia de acompañar la adaptación de los estudiantes, de promover la convivencia entre estudiantes y de ser conscientes de la ansiedad que puede representar el compartir espacios con varias personas después de estos dos años de confinamiento. Se trabajó también en aspectos pedagógicos en referencia a los ajustes razonables para alumnos que requieran acompañamiento especial, la selección de contenidos prioritarios, etc.

 

La intención de la directora, además de dar elementos prácticos, fue generar un espacio de diálogo y de expresión para sus profesores, por este motivo al concluir las sesiones con expertos invitados hubo un espacio para compartir cómo se sentían los docentes de cara al nuevo año escolar. Se utilizaron preguntas generadoras para promover la participación de los docentes y un espacio que estaba planeado para 30 minutos, se convirtió en casi 2 horas de conversación.

 

Fue como abrir una llave que llevaba cerrada mucho tiempo. En un inicio se hablaba de temas más operativos y de organización, pero poco a poco el diálogo se trasladó a temas mucho más profundos como dudas sobre la vocación, cansancio, desgaste por la falta de apoyo de padres de familia y un sentimiento de estar luchando contra corriente y en solitario para lograr el desarrollo y aprendizaje de los alumnos. Un comentario que compartió una docente y que resume esta sensación fue “siento que soy la única a la que le está costando tanto trabajo y a veces también siento que soy la única a la que le importa que mis alumnos estén bien y vayan avanzando”.

 

Este tipo de comentarios tuvieron mucho eco entre todo el grupo y me confirmó algo que, ya muchos han dicho, y que he observado en el poco tiempo que llevo en ámbito profesional de la educación y es que la docencia, en contra de lo que debería ser, es un camino en solitario. Pareciera que cada docente tiene su propio “campo de batalla” en su salón y que el aprendizaje de sus alumnos es solo su responsabilidad. El docente del salón de junto es en muchas ocasiones una competencia, en lugar de un apoyo, las direcciones y coordinaciones supervisores que solo señalan lo negativo y no guías o fuentes de seguridad y los padres de familia los jueces más duros en lugar de aliados para cuidar los intereses de los estudiantes.

 

Después de escuchar a tantos compañeros compartir ese sentimiento de soledad en su labor, una docente preguntó a todos “¿Por qué si todos sentimos esto no somos más amables y solidarios con los otros?”. A partir de eso el diálogo se desarrolló en torno a formas en las que pueden apoyarse, estrategias para estar más en comunicación y aspectos prácticos y de gestión que puedan ayudar a que no se sientan tan solos en su responsabilidad docente.

 

Lo que esté ocurriendo después de ese momento de apertura y diálogo es incierto, pero me parece que puede ser un punto de quiebre para ese grupo de docentes y esa escuela. Es una oportunidad para la dirección de la institución de fortalecer su planta docente, de buscar nuevas formas de generar comunidad y construir una dinámica de colaboración y aprendizaje en grupo.

 

Observar y escuchar este espacio me hizo recordar un artículo de Jaume Carbonell en donde afirma que la educación está llena de contradicciones y contrasentidos y que una de las incongruencias más grandes es justo que en un espacio en donde se busca formar a los estudiantes para la colaboración se viva una epidemia de “soledad docente”.

 

¿Qué provoca esta soledad? Me parece que son muchos los factores que pueden sumar a esta situación, pero uno de los principales creo que es el miedo a ser juzgado por los otros, a sentir que no estamos cumpliendo con nuestro trabajo. Pareciera que admitir el error o la dificultad es sinónimo de no tener vocación o de ser un mal maestro. Juzgamos y castigamos el cansancio, la duda o la frustración y entonces se vuelve impensable compartirlo cuando somos nosotros quienes lo sentimos, porque si de algo estoy segura es que todos los sentimos en algún punto.

 

El contexto educativo presenta por si mismo un panorama complicado, factores políticos, sociales, económicos y de salud ponen grandes obstáculos al quehacer educativo, por qué complicarlo aún más con dinámicas internas egoístas y dañinas. Si algo requiere nuestra educación es de maestros comprometidos, con voluntad y motivación y esto no puede ser posible en un escenario de soledad y aislamiento

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