Por: Dra. Lorena Yazmín García Mendoza
Este semestre recibí una invitación a comentar mi experiencia sobre el acompañamiento a estudiantes en procesos investigativos. Además de convocar mi atención, me permitió reflexionar alrededor de cómo enseñamos a investigar a nuestros estudiantes: cómo fomentamos que desarrollen sus habilidades de búsqueda, observación, argumentación, problematización, y cómo promovemos que aprendan a interrogar su vida cotidiana y su campo profesional. También me ha regalado la oportunidad de pensar sobre mis propios procesos de búsqueda: cómo llegué a la investigación, qué y quién me inspiró, cómo fue que me gustó tanto y qué caminos seguí para que aquello que para algunos resultaba aburrido, tedioso o complicado, yo lo viviera de manera desafiante.
Cuando reviso manuales sobre metodología de la investigación, noto que la mayoría de ellos ofrece pautas para dar estructura a la idea inicial, identificar etapas, elegir metodologías, redactar informes; sin embargo, en ellos son pocas las referencias a cuestiones relativas como: cumplir con las condiciones institucionales para hacer investigación, entregar en tiempos limitados y ajustarse a un formato de presentación.
Estas situaciones son las que me llevaron a pensar en los modos que se emplean desde las universidades para promover procesos de formación en investigación. Pues aunque se busca impulsar y estimular a los estudiantes para que investiguen y que estos procesos incidan en la sociedad, las relaciones que establecemos con el saber siguen reproduciendo, en algunas formas, una lógica instrumental que lo coloca como mérito; que ve la investigación como un dispositivo fuertemente ligado a la producción y a la mercantilización y que prioriza lo medible y lo cuantificable.
Por ejemplo, se insiste en una estandarización de las formas de escribir, de pensar, de estructurar e interrogar la realidad; se limitan las formas de presentar las ideas a formatos, pautas, o lineamientos homogéneos. Muestra de ello es la preeminencia de los productos y los plazos de entrega.
En este afán de producción y eficiencia, se coartan las oportunidades de seguir observando, de ralentizar nuestras certezas, de ampliar lecturas, de reposar nuestras inquietudes; en síntesis, de darnos cuenta. Para darnos cuenta, dice Skliar, necesitamos “tiempo, espacio y soledad”, que no tenemos, que no habilitamos en nuestras clases por el apuro y demanda de evidenciar los avances y resultados aun cuando éstos no representen a los y las estudiantes.
Los proyectos de investigación de los y las estudiantes bajo estas lógicas dejan de ser un lugar de enunciación, expansión y reflexión, para convertirse en un producto medianamente evaluable que les permita encontrar algo “fácil y sencillo” para entregar, cumplir y salir del paso. Los detalles, las tensiones vividas, las dudas, las posiciones de poder que se están adoptando mientras se investiga, así como los modos en que se construye el pensamiento y se entra en relación con los demás, quedan en segundo plano; porque al gran público solo se le muestran los productos ya terminados, lo cual deja muchas interrogantes por todas partes.
Entonces, ¿cómo podemos procurar que los y las estudiantes se interesen genuinamente por las realidades de su sociedad y su época, situándose en ella como parte del problema; cuestionando y tomando posición para desplegar sus reflexiones? Hilar ideas, encontrar vacíos, ofrecer argumentos requiere de tiempo y de un trabajo de pensamiento cuidadoso, atento, minucioso que mire en los detalles; que logre ver en los intersticios, y de esa forma, despliegue otras miradas sobre lo dicho y lo establecido.
Para promover la formación en investigación es necesario entender que la espera y la lentitud en los procesos de aprendizaje son inherentes, y a la vez que tensan, también distienden; pues nos enseñan a reconocer la vulnerabilidad de lo incierto, a formar y reformar nuestro sentipensar; a perseverar y escalar ante la duda. En este sentido, no se trata de una espera pasiva, de inactividad; sino de un tiempo experimentado, padecido, que moviliza. Un intervalo donde uno se dispone a releer, contemplar, visibilizar nuevas conexiones, para dejar que aquello que no estaba aparezca; en suma, se trata de un tiempo para vivir en el condicional.
Aclararnos, desatorarnos, enfocarnos, decidirnos, son procesos que requieren hacer una pausa. Así, ralentizar, reposar, dilatar, dejar madurar, pueden constituir claves para orientar el acompañamiento de nuestros estudiantes en sus procesos de investigación y de pensamiento; asumiendo que ese tiempo y espacio es al mismo tiempo una concepción de la vida y del mundo que se pone en ejercicio.
Construir, saber, requiere de instituciones y profesionales que ofrezcan condiciones para dar tiempo al titubeo, al error, al rodeo, a vivir la confusión; pues en la latencia es que las y los estudiantes pueden ensayar, preguntarse por sí mismos, encontrar su lugar y darse cuenta de que aquello que están tratando de comprender será solo un rose, pues no podrán entenderlo de una vez y para siempre.
Las abuelas decían que para lograr una comida deliciosa había que dejar que se cocinara a fuego lento; así, a fuego lento, es que podemos renovar con nuestros estudiantes el carácter misterioso de la vida.
La autora es académica de la Universidad Iberoamericana Puebla.
Sus comentarios son bienvenidos