El 19 de septiembre de 1985 no fue simplemente una fecha en el calendario mexicano. Fue el día en que la tierra rugió con una furia incontenible, desgarrando el corazón de la Ciudad de México y cambiando para siempre el destino de una nación. A las, un terremoto de 8.1 grados sacudió durante dos interminables minutos la capital, transformando en segundos el paisaje urbano en un escenario dantesco de destrucción y muerte.

Este sismo no solo derrumbó edificios e infraestructura; fracturó la confianza ciudadana en sus instituciones y dejó al descubierto la vulnerabilidad de una megalópolis que hasta entonces creía en su invulnerabilidad. La respuesta oficial, tardía e insuficiente, contrastó brutalmente con la emergencia espontánea de una solidaridad ciudadana sin precedentes. Mientras el gobierno minimizaba la tragedia, miles de voluntarios se convertían en héroes anónimos, rescatando sobrevivientes entre los escombros y tendiendo la mano a los damnificados.

La herida del 85 permanece abierta no solo por las cifras fantasma de muertos que nunca fueron reconocidos oficialmente, sino porque marcó el nacimiento de una nueva conciencia civil. Este cataclismo se convirtió en el parteaguas que transformó la relación entre gobernantes y gobernados, sembrando la semilla de una sociedad más participativa, vigilante y organizada.

A cuatro décadas de distancia, el terremoto de 1985 sigue resonando en la memoria colectiva como una lección de dolor y resiliencia. Esta crónica recorre aquellos días de angustia y heroísmo, desde el silencio sepulcral que siguió al derrumbe hasta el surgimiento de una fuerza civil que demostró que, ante la adversidad, la verdadera fortaleza de México siempre ha residido en su pueblo.

 «Parecía que se estuviera acabando el mundo»: Leonor y Miguel narran destrucción del 19-S

El 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, la furia de un terremoto de 8.1 grados sacudió la Ciudad de México durante dos interminables minutos. En Tlatelolco, todos fueron testigos de cómo el edificio Nuevo León se derrumbaba ante sus ojos, envuelto en una nube de polvo que lo oscureció todo, seguida por un silencio sepulcral. Ese silencio era el sonido de una ciudad en estado de shock, el preludio de una de las mayores tragedias en la historia del país.

La magnitud de la pérdida humana se convertiría en una cifra fantasma. El gobierno federal, en un primer momento, reconoció entre seis y siete mil fallecidos. No obstante, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) elevó la cuenta oficial a 26 mil víctimas. Las organizaciones de damnificados, basadas en el trabajo en campo y en el recuento vecinal, calcularon una cifra aún más aterradora: 35 mil muertos. Hasta la fecha, el número exacto permanece como una herida abierta y un recordatorio de la opacidad oficial.

El paisaje urbano se transformó en un escenario de devastación dantesco. Edificios emblemáticos como el Hotel Regis, el Conalep en Balderas, las instalaciones de Televisa en avenida Chapultepec y el Centro Médico Nacional yacían en ruinas. El Hospital Juárez y el edificio Nuevo León se vinieron abajo, al igual que el Multifamiliar Juárez y las sedes de las secretarías de Trabajo, Comunicaciones, Comercio y Marina. La réplica del 20 de septiembre, de 7.3 grados, terminó de demoler las estructuras dañadas, sumiendo a la ciudad en una segunda noche de terror.

En medio del caos, la aparición del presidente Miguel de la Madrid Hurtado fue tardía y percibida como insuficiente. Su primer mensaje a la nación, lejano y carente de la contundencia que la crisis demandaba, profundizó la sensación de abandono. Su declaración de que México no necesitaba ayuda internacional sino «solidaridad interna» fue ampliamente criticada, ya que los equipos de rescate local estaban sobrepasados y la maquinaria pesada escaseaba. Esta postura oficial contrastó brutalmente con la realidad que se vivía en las calles.

Frente a esta parálisis estatal, dos fuerzas emergieron con potencia heroica: la sociedad civil organizada y la Cruz Roja Mexicana. Mientras legiones de voluntarios -pronto bautizados como «Topos»- se metían entre los escombros en labores que desafiaban toda lógica, los cuerpos de rescate de la Cruz Roja trabajaban incansablemente como el único grupo de primeros respondientes con algo de estructura y equipamiento. Sus ambulancias, a menudo bloqueadas por los escombros, se convirtieron en un símbolo de esperanza en medio del desastre, realizando labores de clasificación y evacuación en condiciones límite.

El cronista Carlos Monsiváis capturó ese espíritu ciudadano: «transcurrida la primera oleada de pánico, la gente intervino subsanando las limitaciones gubernamentales, el impulso humanitario se convirtió en decisión civil». La gente se abocó a las tareas de hormiga: aprovisionó albergues, organizó la ayuda, salvó vidas. La Cruz Roja, por su parte, operó como un puente crucial entre la ayuda internacional que finalmente llegó y el caos local, canalizando recursos y experiencia especializada.

Ante la magnitud de la tragedia, las instalaciones del antiguo campo de béisbol del Seguro Social, ubicado en la colonia Doctores, se transformaron en el centro de operaciones más sobrecogedor de la catástrofe. Lo que antes fue un lugar de juego y esparcimiento, se convirtió en un anfiteatro al aire libre donde se realizaban las identificaciones de cuerpos y el reconocimiento de víctimas. Bajo la luz inclemente del sol de septiembre, médicos legistas y voluntarios trabajaban sobre mesas improvisadas, enfrentándose a una tarea dantesca que superaba cualquier protocolo conocido.

El escenario era de una crudeza extrema. Los cuerpos llegaban en camiones de redilas, apilados sin orden ni compasión, mientras miles de familiares recorrían interminables filas de cadáveres cubiertos con sábanas blancas, buscando con esperanza desesperada encontrar a sus seres queridos. El aire se impregnó de un olor dulzón e imborrable a muerte y cal viva, que se esparció por toda la zona y se quedó grabado en la memoria de quienes allí estuvieron. El silencio de este lugar solo era roto por gemidos de dolor o gritos desgarradores cuando alguien reconocía a un familiar.

Este improvisado anfiteatro se convirtió en el símbolo más crudo de la dimensión de la tragedia. Aquí se hizo evidente la incapacidad de las autoridades para manejar una catástrofe de tal magnitud, pero también se manifestó la dignidad del pueblo mexicano. Estudiantes de medicina, enfermeras y ciudadanos comunes asistían a los médicos forenses, consolaban a los familiares y mantenían un mínimo de orden en medio del caos. Fue en este lugar donde las cifras oficiales se desmoronaron ante la evidencia tangible de miles de cuerpos sin identificar.

La atención inmediata a las víctimas constituyó un maratón de solidaridad que se extendió durante semanas críticas. Las labores de rescate intensivo se mantuvieron ininterrumpidamente durante diez días cruciales, con casos excepcionales que mantuvieron viva la esperanza, como el del último superviviente hallado quince días después de la tragedia. La Cruz Roja Mexicana, junto con brigadas de voluntarios, sostuvo una operación humanitaria sin precedentes durante tres meses consecutivos, proporcionando atención médica urgente, albergues temporales y suministros básicos a miles de sobrevivientes.

El proceso de identificación de víctimas se convirtió en una odisea desgarradora que se prolongó por cuarenta y cinco días ininterrumpidos en el improvisado anfiteatro del campo de béisbol. Médicos legistas, estudiantes y voluntarios trabajaron turnos extenuantes bajo condiciones precarias, enfrentándose al reto dantesco de reconocer cuerpos irreconociblemente dañados. A pesar de estos esfuerzos, miles de familias nunca pudieron recuperar los restos de sus seres queridos, que yacen hasta hoy en fosas comunes como testimonio silencioso de una herida que nunca cicatrizó completamente.

La reconstrucción física de la capital demandó un esfuerzo monumental que se extendió a lo largo de siete años. La remoción de escombros masivos consumió aproximadamente doce meses de trabajo intenso, mientras que la rehabilitación de infraestructura crítica y edificios gubernamentales se prolongó hasta 1990. El programa de reubicación de damnificados y construcción de nuevos conjuntos habitacionales representó uno de los proyectos de vivienda social más ambiciosos en la historia del país, culminando hasta 1992.

El trauma colectivo, sin embargo, demostró ser la herida más profunda y persistente. La creación del Sistema Nacional de Protección Civil en 1986 marcó un avance institucional crucial, pero la desconfianza ciudadana hacia las autoridades se había arraigado irreversiblemente. Este escepticismo se transformaría en el motor de una sociedad civil más organizada, vigilante y participativa, que redefiniría permanentemente la relación entre gobernantes y gobernados.

La verdadera reconstrucción, aquella que transformó el dolor en resiliencia colectiva, sigue manifestándose cuatro décadas después en cada emergencia nacional. El legado del 85 permanece vivo en la memoria sísmica que se activa con cada alerta, en la solidaridad espontánea que surge en las crisis, y en la capacidad de autoorganización ciudadana que se convirtió en el verdadero cimiento de la Ciudad de México moderna. El silencio que siguió al estruendo fue, al final, el preludio de una voz colectiva que ya nunca se callaría, que transformó para siempre el tejido social de la nación.

 

 

 

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here