No podría ser ajeno a escribir sobre el asesinato de Carlos Alberto Manzo Rodríguez, quien fuera alcalde de Uruapan, ocurrido el pasado 1 de noviembre durante las celebraciones del Día de Muertos. Es un golpe directo, no solo a la gobernabilidad local, alcanza también y pone en duda la gobernabilidad nacional y, a la vez, un recordatorio brutal de la fragilidad del Estado frente al crimen organizado. El ataque, consumado en una plaza pública abarrotada de gente, deja un agresor abatido y dos detenidos, pero exhibe a la vez la capacidad de los grupos criminales para irrumpir incluso en actos masivos que se asume tienen protocolos reforzados de seguridad.
La agresión fatal, es el reflejo de una realidad que Michoacán arrastra desde hace dos décadas y que muestra la incapacidad del Estado para garantizar seguridad y contener la violencia que propician los grupos delincuenciales. No importa el color del gobierno en turno. La indignación no se limita al crimen de Carlos Manzo, sino a la percepción social de abandono y complicidad de los distintos niveles de gobierno. Manzo había denunciado amenazas del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), solicitando en repetidas ocasiones el apoyo federal y a la vez denunciado la falta de respaldo de esa instancia para enfrentar la violencia. Su muerte podría estar conformando un patrón: los alcaldes y lideres sociales que se oponen abiertamente a los grupos criminales se han convertido en blancos estratégicos para la delincuencia y causar terror entre la población. Recordemos también en esta coyuntura, lamentable, el reciente asesinato del líder limonero Bernardo Bravo, también en Michoacán.
En lo político, el homicidio del alcalde de Uruapan ha detonado, una vez más, un clima de confrontación. Gobierno y oposición se enfrascan en dimes y diretes poco éticos, culpándose mutuamente de la crisis, mientras la ciudadanía exige respuestas concretas para solucionar la violencia en el país. Este intercambio de acusaciones erosiona aún más la confianza pública y desplaza el debate de fondo: la necesidad de una estrategia integral y coordinada que supere la retórica politiquera, como diría “el clásico”, y se traduzca en acciones contundentes que permitan al país encaminarse en una ruta definitiva que reduzca la violencia que vive México. No bastan los datos estadísticos de disminución de los homicidios violentos que presume el gobierno. No le alcanzan los datos para justificar su estrategia de seguridad.
En lo social, la constante de homicidios de autoridades y figuras públicas pareciera normalizar la violencia. Cada atentado no solo cobra vidas, sino que debilita la confianza en el gobierno, local o federal, y en la capacidad del Estado en su conjunto para proteger a sus representantes y a la población en general, y erradicar la violencia.
El asesinato de Carlos Manzo no es un episodio aislado. Es un hecho tristemente cotidiano e indignante. Es un espejo de la fragilidad en el que ha vivido México durante casi dos décadas. Mientras la clase política se enreda en acusaciones estériles y de bajeza política, la violencia sigue marcando la vida pública. La verdadera responsabilidad está en construir un Estado capaz de garantizar seguridad, justicia, confianza y tranquilidad a la ciudadana.
El caso de Carlos Manzo debiera ser un punto de inflexión: no solo se trata del asesinato de un alcalde crítico, sin duda bien intencionado, sino que podría ser la confirmación de que la violencia criminal condiciona la gobernabilidad en nuestro querido país. ¿Usted qué opina?



























