El próximo 2 de junio de 2019, fecha en que los electores poblanos acudirán a las urnas para elegir al gobernador que concluirá el actual periodo, marcará un hito en la historia del arbitraje electoral. Por primera vez, actuando por voluntad propia y votación unánime, el Instituto Nacional Electoral (INE) hará uso de sus facultades de atracción y asumirá de manera integral la organización de dichos comicios locales.
La mencionada decisión contrasta con la lógica de comportamiento exhibida por el Consejo General del INE desde su investidura como máxima autoridad nacional en 2014 y hasta la fecha, consistente en evadir a toda costa el ejercicio de sus facultades de atracción, pese a los reclamos de las dirigencias de los partidos políticos y la opinión pública por el comportamiento parcial de los institutos locales en elecciones con sobradas muestras como las efectuadas poco antes de las presidenciales en el Estado de México y Coahuila.
La pregunta relevante no es acerca de la decisión de intervenir, porque el comportamiento parcial de los consejeros del Instituto Electoral de Puebla y su permisividad a actos de dudosa legalidad durante la pasada elección aportan los méritos necesarios para ello, sino la relativa al por qué optaron por hacerlo hasta ahora en Puebla y no antes en elecciones más cuestionables.
La interrogante adquiere su justa dimensión en el contexto del recorte presupuestal de 950 millones de pesos y la controversia constitucional interpuesta por el INE, habida cuenta de su cálculo de que impactará en su capacidad para atender a las responsabilidades que la ley vigente le impone.
Más allá de las razones de sensibilidad con la situación poblana y compromiso con la democracia, que los consejeros del INE esgrimieron la semana pasada, existen elementos para sospechar que el viraje responde a un cálculo de ganancia política: congraciarse con la Cuarta Transformación y mandar a quienes pueden abrir el flujo de los recursos una señal de que en el ente autónomo existe voluntad de cooperar.
Un detalle digno de tener en cuenta es la participación protagónica del Consejero Electoral Marco Antonio Baños, cuya tradición decisional ha sido subordinar el interés democrático superior a la preservación de sus equilibrios con los intereses cortoplacistas de la partidocracia.
Es pertinente no perder esto de vista, entre otras razones, porque precisamente el citado consejero ha jugado un papel protagónico en la conducción de los procesos de reclutamiento y selección de los actuales consejeros de los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE).
Sobre el particular se insiste mucho menos de lo que se debiera. Lo cierto es que la intervención del INE como organizador integral de las elecciones poblanas es consecuencia directa de su sujeción a las expectativas políticas locales de impulsar consejeros electorales afines a los intereses de los círculos de gobierno.
Una mirada rápida a los cv y las trayectorias profesionales de los consejeros electorales poblanos es suficiente para documentar que, tras la apariencia de concursos abiertos meritocráticos, Baños y compañía operaron en Puebla, aunque no sólo en esta entidad, una meticulosa estrategia de integración de los consejos electorales a la medida de la voluntad de las elites locales.
En un país poco dado a la memoria de largo plazo, adquiere posibilidad casi cualquier evaluación. Y así como por años y felices días escuchamos cómo los gobiernos en turno mientras se solazaban generando pobreza, se laureaban con los logros de sus políticas sociales, ahora estamos en la inminente situación de aplaudir a los consejeros del INE por su inédita decisión de hacer a un lado a los consejeros electorales poblanos que, en su momento, ellos designaron.
En el contexto descrito, no está nada mal la tentativa del INE de congraciarse con la 4T. Los indicios disponibles públicamente, entre ellos la tasa de aprobación presidencial del 86 por ciento y los sondeos sobre las tendencias de preferencia electoral en Puebla, apuntan a una elección poco competida y en la que el ganador lo hará con un amplio margen.
Las precisiones planteadas no son óbice para dejar de admitir que la organización de los comicios en Puebla ganará en prestancia y efectividad con la participación integral del INE. Más aún, las condiciones están dadas para una gestión arbitral ejemplar. No habiendo mucha incertidumbre democrática de por medio, los incentivos del INE para no dejar ilegalidad sin sancionar se irán hasta las nubes.
Tan cierto como lo anterior resulta que el INE y la batalla por Puebla ofrecen los medios y condiciones para repensar el diseño de la democracia electoral en su conjunto. En un país con las carencias y desafíos consabidos es punto menos que una estupidez preservar el modelo vigente de coexistencia traslapada de una autoridad nacional y 32 autoridades locales, que ha dado todas las pruebas posibles de inoperancia, derroche y disfuncionalidad.
Con el perdón de los defensores de oficio de lo indefendible, es tiempo de dejar atrás la falacia de que estamos hoy frente al dilema crucial de elegir entre “Guatemala” (El INE y sus treinta y tantos puntos de confianza sobre cien) y “Guatepior” (Los OPLE con sus veintitantos puntos de confianza sobre cien).
Los tiempos de la 4T están dados para dejar atrás un modelo de arbitraje sobrecargado de funciones que, asentado en la desconfianza entre los partidos políticos, resulta por igual engorroso, lento y oneroso.
Quizás cueste trabajo asumirlo, pero es punto menos que irrefutable el hecho de la desaparición de las condiciones históricas que dieron sentido al modelo de arbitraje electoral hasta hoy vigente, resumibles en el término partidocracia, obliga a la 4T a impulsar una reforma electoral que apunte a un modelo de arbitraje mínimo, de descarga de muchas funciones técnicas, y comprometida con la austeridad republicana.
Si la elección poblana cataliza los cambios posibles y deseables, habrá buenas razones para pensar que no todo ha sido en vano. Al tiempo.
*Analista político
*Presidente del Centro de Investigación Internacional del Trabajo