Llovía mucho; eran gotas grandes. El huracán Grace estaba pasando por el centro de la República. Estaba más que claro que el cielo tenía ganas de fastidiar a la tierra.

Traía el limpiaparabrisas en el número 2; llegué al estacionamiento de la plaza, me puse rápidamente la gabardina, el gorro y apresurado para no mojarme, aventé la puerta y me bajé corriendo.

Entré a la cafetería y el barista me miró de manera inquisidora al igual que su mujer, la cocinera. No entendí su gesto. Había un hombre recibiendo dos cafés para llevar.

–Mi café, por favor –solicité amablemente, como todos los días, con un tono cariñoso, como si el contenido del vaso que me llevaría tuviera un cierto apego hacia mí.

Miré a través del ventanal, la terraza estaba llena de comensales que desayunaban.

Fue en ese momento que noté que la gente dentro me miraba de reojo y con extrañeza.

Ahí reparé que, por el apuro para no mojarme, no me puse cubrebocas.

Instantáneamente me sentí incómodo, fuera de lugar, como si no perteneciera a ese todo que se movía al vaivén de un mismo oleaje. Era como haberme descubierto en algo indebido.

No atinaba si regresarme al estacionamiento por la mascarilla; me argumenté que, finalmente estaba dentro de un restaurante y la gente degusta sus alimentos sin el tapabocas puesto; aunque sabía que estaba rompiendo una regla –no obstante, no entendía si esta era de cortesía, educación, salud, respeto, obediencia, sometimiento o qué sé yo.

Escuché la cafetera espumeando la leche para mi capuchino y me justifiqué pensando que, en lo que iba al auto por el cubrebocas y regresaba, ya estaría el café; sería una pérdida de tiempo, por lo que consideré un formalismo sin sentido sólo por darle gusto a dos o tres personas.

Por otro lado, y en contra mis elucubraciones, me sentí las piernas tensas, en la misma postura en la que me he descubierto cuando estoy en alguna situación incómoda. ¿Era ese un síntoma de que estaba equivocado? ¿Sentía que no encajaba en el pequeño universo donde me encontraba y los presentes me juzgaban? ¿Acaso mi mente podía percibir las emociones que sus críticas generaban, aunque no se atrevieran a increparme?

Intenté adivinar si acaso se preguntaban si estaría vacunado y por ello mi atrevimiento a romper la regla que se había vuelto universal.

Lo peor sería que me consideraran un antivacunas o un no vacunado, como suelen etiquetar ahora a quienes no desean ser inoculados contra el virus SARS-CoV2, como si se tratara del grupo de los subversivos en una cinta de ciencia ficción; aquellos que luchan en oposición de las reglas universales porque consideran que éstas van en contra de los derechos de las personas.

Esos a los que hay que segregar –“te vas a quedar solo” –porque la masa considera que ya no pertenecen al grupo, que no son socialmente bienvenidos.

El tendero puso el vaso sobre el mostrador; extendí un billete y él lo tomó mirándome con desdén; puso el cambio en la charola de cobro y se aplicó alcohol en gel en las manos.

Tuve el desatino de darle un sorbo al café mientras tomaba mi cambio y al parecer ese gesto molestó a la cocinera, quien miró a su esposo abriendo los ojos y dirigiéndolos hacia mí.

–Muchas gracias, buen día –dije como lo hago diariamente que paso por mi bebida, tratando de restar importancia a la incomodidad que sentía–; salí con mi café hacia el auto.

Me subí y antes de encender el coche tomé unos tres sorbos; alcancé a ver tras el ventanal del restaurante, cómo el barista, su mujer y el cliente, hablaban entre ellos mirando hacia mí.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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