La placa del apagador estaba a medio despegar; debía tener unos 40 años colocada ahí y la orilla enyesada del muro se había descarapelado con el paso del tiempo, producto de la fricción que producían las manos al accionar el interruptor durante miles de veces.
La luz de la luna, llena y brillante como sólo suele dejarse ver en el mes de octubre, permitía observar un poco hacia el interior de la rendija que se formaba.
Serían las 3:45 de la madrugada cuando mi mente despertó, como esas veces que sin motivo abría los ojos y miraba hacia la ventana esperando no ver a algún ladrón que se hubiera metido al edificio; en instantes pensaba que alguna señal me habría despertado, una especie de alarma interna que me avisara del peligro.
Me quedé quieto, en alerta, esperando que el supuesto ruido del delincuente se repitiera y ubicar el lugar por donde andaba.
Un rasguido se escuchó dentro de la recámara; entonces sería un ratón el que me despertó.
Me senté para atender mejor y el ruido cesó. Me quedé quieto por unos 15 minutos, pero no volvió el ruido. Me aburrí, así que tomé el celular y comencé a espulgar WhatsApp y Facebook tratando de encontrar algo interesante.
Me di cuenta de que varios conocidos se encontraban despiertos a esa hora; mi dedo índice se activó pasando pantalla tras pantalla hasta que reconocí que nada me interesaba.
Me dio hambre, así que me levanté en pantuflas dirigiéndome al refrigerador. Un vaso de leche fría con dos cucharadas de chocolate acompañó a mi sándwich de jamón y queso con mayonesa, jitomate, un poco de cebolla, una pizca de sal y una hoja de lechuga además de un chile en vinagre.
Calenté en el comal el emparedado hasta que un tono ocre en los panes me avisó que estaba listo.
El queso se había derretido, así que mi platillo se encontraba en su punto; lo coloqué sobre un plato y me lo llevé a la cama junto con mi vaso, el cual puse sobre el buró.
Me senté y activé un video de Buenavista Social Club mientras cenaba, o desayunaba, pues por la hora, cabría cualquiera de las dos opciones.
Mientras degustaba el sándwich, un movimiento apenas perceptible en la rendija del apagador, llamó mi atención. Supuse que sería un insecto, acaso una cucaracha y sus antenas, aunque me pareció una posibilidad rara, pues nunca habían salido esos rastreros en el departamento.
Me quedé mirando hacia el hueco entre la tapa y la pared mientras terminaba mi bocadillo; ayudado por la luz de la luna, alcanzaba a ver algo muy pequeño moviéndose dentro. Supuse que, de no ser una cucaracha, sería una palomilla o una araña.
Detuve el video y escuché el rasguido nuevamente. Me acerqué despacio y noté que, efectivamente había algo dentro; evité asustar al intruso y fui por una lupa al escritorio; me acerqué con sigilo y al momento de colocar el cristal sobre la ranura, una carita volteó a mirarme; sería del tamaño de un garbanzo, con un gorrito verde y ojos enormes.
Retrocedí asustado, pues estaría hablando de un duende, cosas en las que jamás creí.
Corrí a la cocina y saqué de debajo del fregadero un desarmador, con el cual quité la tapa del apagador para mirar al gnomo y de ser posible entablar un diálogo o relación con él. Me daba cuenta de que me encontraba ante lo imposible o ante un hecho insólito que, de demostrarlo, podría marcar un hito en la historia de la humanidad.
Al momento en que quité la tapa, vi cómo el hombrecillo se escabullía por el ducto naranja que conducía los cables; le hablé, grité, cuchicheé, supliqué, pero no apareció de nuevo.
El sueño me venció a eso de las 5 de la mañana en que dejé desarmada la caja del interruptor y me tiré a dormir.
Desperté a eso de las 10 y lo primero que hice fue mirar hacia el apagador, el cual se encontraba en su estado normal, la tapa puesta con su pequeña rendija de yeso carcomido.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
@ALEELIASG