La iniciativa de reforma electoral remitida por AMLO al poder legislativo el pasado 28 de abril cala en aspectos clave de la arquitectura del ancien régime partidocrático, incubado al calor de las reformas electorales facturadas por los propios partidos políticos en la década de los noventa y fortalecido al amparo de las alternancias presidenciales del presente siglo.

Precisamente, el actual Instituto Nacional Electoral —INE antes IFE— encarna el modelo de árbitro funcional a los fundadores y beneficiarios del arreglo partidocrático PAN-PRI-PRD, cuyas bases de legitimidad y consenso se hicieron trisas tras los resultados de la pasada elección presidencial.

El común de los observadores expertos, por lo general opinólogos mediáticos y/o académicos prestigiados, presta mucho menos atención de la debida al venturoso acoplamiento estructural tejido  durante cerca de treinta años entre la partidocracia y el árbitro electoral.

En términos generales, las narrativas expertas han soslayado la tarea de develar la misión originaria del INE —antes IFE— de cara al desafío de legitimidad provocado por la “caída del sistema” en elección presidencial de 1988: encarar la obsolescencia del dedazo presidencial y la declinación irreversible del partido dominante; y, por contrapartida, impulsar la forja de un modelo de arbitraje electoral apto para proveer condiciones de competencia entre los partidos.

En un régimen político que históricamente había normalizado el fraude electoral, organizar elecciones en las que, al margen del cómputo de los votos, ningún competidor tuviese la certeza del triunfo no era asunto menor. Y si el objetivo consistía en ofrecer incentivos a los tres partidos políticos para competir entre sí por la ocupación de los cargos de representación y, a la vez, para operar como socios y aliados frente a la intrusión de cualquier outsider en la gestión del régimen,  se requería de un árbitro capaz de brindarles certezas razonables de que podían competir con posibilidades de ganar, enfáticamente porque podía minimizar la comisión de trucos y trampas, así como de la obtención de ventajas indebidas.

Hasta donde advierto, queda abierta la discusión en torno a las cualidades o la calidad democrática materializadas en el trance del imperio del dedazo presidencial hacia un esquema de competencia político-electoral, en la que tres grandes protagonistas operaron con ventajas y acapararon monopsónicamente el acceso a los cargos de representación.

A la mirada de un observador promedio y al margen de las opiniones valorativas, el diseño institucional del INE acusa señales inequívocas de su origen y vocación  partidistas o, para decirlo sin rideos, partidocráticas.

Para muestra el botón principal: la integración de su máximo órgano de dirección, el Consejo General. La historia de los relevos en el presente siglo, salvo en la última convocatoria, ha operado sistemáticamente conforme a la regla de reparto por cuotas entre los tres partícipes principales del arreglo partidocrático.

Hay quienes piensan que la partidización del INE entraña una tentativa exitosa de colonización. Mi lectura es que, en lo general, el INE emergió y ha operado efectivamente como brazo estructural para la salvaguarda de los intereses patidocráticos.

El interés de los partidos políticos en promover consejeros a modo, es decir, representantes de sus propios intereses es racionalmente entendible como un medio para reducir la incertidumbre respecto de sus competidores, que ostensiblemente hacen valer su poder influencia para colocar consejeros afines.

El problema hoy es que, pese a contar con la mayoría en la Cámara de Diputados, Morena fracasó en su intento de impulsar un método de selección alejado de las cuotas partidistas, que forzara un cambio en la correlación de fuerzas dentro del Consejo General. Así, como bien se sabe, el control del INE, liderado por Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, está en manos del grupo de consejeros electorales afines al PRI-PAN-PRD.

El contexto descrito, podrá o no gustar, pero lo cierto es que las pasadas elecciones presidenciales, de modo irreversible, al socavar las bases de sustentación de la hegemonía partidocrática, colocaron al INE en la intrasecendencia funcional.

Así las cosas, cobran su justa dimensión la motivación en la que ancla la iniciativa de reforma electoral de AMLO: adecuar el sistema electoral mexicano a las transformaciones políticas que ha vivido México en los últimos años. Se trata del vaciamiento de la partidocracia y de la incapacidad creciente de sus partícipes para construir representación política democrática, del hartazgo y la desconfianza del público ciudadano en las instituciones de la democracia electoral, del rechazo al oneroso financiamiento público de los partidos y a los no menos onerosos costos operativos del árbitro electoral.

Definitivamente, no es buena noticia que la defensa a ultranza del INE haya sido retomada por la partidocracia y los damnificados de su debacle, y no por el público ciudadano. Igual, digno es de reconocer el acto de congruencia de las dirigencias del PRI-PAN-PRD como usuarios privilegiados de los servicios de este árbitro electoral. Y aún en los estertores de su muerte, igual de digno es reconocer la congruencia de los consejeros electorales que, intentando hacer pasar la independencia a un poder como prueba de su autonomía, hicieron de su oposición por sistema a los intereses e iniciativas del actual gobierno su leit motiv.

El futuro de la reforma electoral en comento es incierto. Menos lugar hay a la duda de que algo bueno podrá salir.  Al tiempo.

 

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