Se detiene por un momento y contempla su espacio, ¿cómo llegó aquí? No a este lugar, sino a este tiempo. Ansía la libertad, imagina cómo es y dónde está, pero se aleja, se recluye en sí mismo y regresa sobre sus propias huellas. Mañana será igual. Abrirá la primera puerta para emprender el sendero que ha memorizado mejor que las arrugas que se dibujan en su piel, pero al llegar al límite, a la frontera de la incertidumbre, regresará una vez más como lo ha hecho desde hace tantos años. Se detiene por un momento y se contempla, ¿quién es y quién le han dicho que es?
Antes de seguir es preciso escuchar la voz de un condenado a muerte: «En otra época, pues me parece que han pasado años más que semanas, yo era una persona como cualquier otra. Cada día, cada hora, cada minuto tenía su propio sentido […] yo podía pensar en lo que quisiera, yo era libre […] Ahora estoy preso.» ¿Qué es la libertad? ¿Puede haberla cuando nuestras opciones son limitadas? ¿Existe ésta en un cuerpo fugaz? Porque la muerte ya está aquí metiendo su mano en el pecho y sofocando el corazón; san Agustín dirá en sus “Confesiones” «homo circumferens mortalitem suam», es decir, que la vestimenta que a todos nos adorna es la temporalidad.
Regocijarse en la contemplación es lo que le han dicho, sin embargo, la inmediatez lo deleita más rápidamente que los ejercicios espirituales; pero antes de lo que cree verá sus recuerdos habitados por más muertos que vivos. No nos confundamos, aquí hay dos individuos, el primero es con el que hemos iniciado este recorrido, el segundo, el condenado a muerte que nuevamente pide la palabra: «Mi cuerpo está encadenado dentro de un calabozo, mi mente está en prisión dentro de una idea. ¡Una idea horrible, sangrienta, implacable! No tengo más que un pensamiento, una convicción, una certidumbre: ¡condenado a muerte!»
Antiguamente, los individuos que representaban una amenaza para el estado eran obligados a suicidarse; posteriormente, decapitados o fusilados ante la desobediencia de éstos de arrebatarse la vida; hoy ya no es necesario ni lo uno ni lo otro, pues la sociedad ha aceptado participar en un juego imposible de ganar y que se sustenta en el aniquilamiento voluntario y tormentoso de uno mismo a través de los laberintos más oscuros. Ansiedad, depresión, insatisfacción y egoísmo son la nueva tétrada de los elementos primigenios con los que se erigen los monumentos de la ignorancia. Escuchemos la última confesión: «Acabo de despertarme entre sobresaltos, […] y antes incluso de que mis ojos pesados hayan tenido tiempo de entreabrirse […] me ha parecido como si una voz me hubiera murmurado al oído: ‘¡Condenado a muerte!’»
Las citas anteriores son de la novela “Último día de un condenado a muerte” de Victor Hugo. Lo que hemos escuchado es la confesión literaria de un preso inexistente de un París ficcionalizado del siglo XVIII; sin embargo hay otro individuo del que no se ha revelado su identidad, es aquel del que leímos al inicio de estas líneas y que no es otro más que tú mismo que sigues con tus ojos estas letras. ¡Estás condenado a muerte! y tu cárcel no es otra que tus pensamientos y tus vanos anhelos. Detente a contemplar el mundo que te espera más allá de esto que llamas realidad, o acepta regresar sobre tus pasos cada vez que llegas al límite de la incertidumbre y al final de este encierro con salida.