Aunque Margarita Zavala anunció su salida de la contienda electoral el miércoles 16 de mayo y lo hizo oficial al día siguiente, su campaña había terminado mucho antes. Tal vez sea difícil decir si en algún momento del breve periodo en que fue candidata a la presidencia de la República realmente hubo algún momento en que aspirara seriamente a ganar la contienda.

Lo cierto es que su declinación no estuvo exenta de elegancia. Supo entender que ninguna posibilidad tenía ya de luchar por la primera magistratura y que en efecto, era sensato abandonar una carrera que difícilmente iba a concluir. Admitió que había intereses superiores al suyo propio; sin decirlo de manera directa, su convencimiento de que detener a Andrés Manuel López Obrador era, para el proyecto de nación que ella representa, lo más importante.

Su decisión nada tuvo de sorprendente, pese a ser el primer caso en su tipo. Su derrumbe, no sólo en las encuestas, sino en una actividad de campaña que se fue debilitando, perdiendo, en actos cada vez más desolados, con comitivas que iban de lo discreto al mero acompañamiento personal. Lo suyo fue un desgajamiento, una lenta caída que nadie podía evitar.

La queja principal, lo inequitativo de la campaña, es justa, pero no es la causa última ni la más importante. Pesaron en su intentona, primero, el hecho de ser la esposa de un presidente que fue señalado por su despropósito de emprende la “guerra contra el narco” sin tener una idea clara del enemigo que enfrentaba. Felipe Calderón fue un lastre que Margarita arrastró durante este breve pero intenso periodo de campaña. Segundo, la ausencia de un partido que era su lugar natural y que ella abandonó cuando Ricardo Anaya maniobró en su contra, negándole la posibilidad de aspirar a la candidatura. Cierto, los hechos la colocaban como víctima. Pero también era cierto que si Ricardo Anaya logró imponer, primero la construcción del Frente con el PRD y MC, y luego su candidatura, es porque dentro del PAN la percepción ya era otra. La lucha ideológica desde la derecha democrática debía ceder a las alianzas convenientes y la reconquista del poder que el propio Calderón había perdido.

El primer debate (y único en el que iba a participar Margarita) sólo reforzó esta visión. Volver al debate del matrimonio entre personas del mismo sexo o la libre elección de la mujer para suspender el embarazo era obsoleto. Quejarse por la pérdida de la tradición democrática al interior del PAN sonaba a ingenuidad.

Pero tampoco puede olvidarse que del millón y medio de firmas que sirvieron a Zavala para su registro, 700 mil presentaban irregularidades, al punto que su registro podría haberse cancelado. Si las instancias legales dejaron pasar este hecho fue talo vez por una convicción profunda de que el sistema electoral puede admitir candidatos independientes porque los deja sin posibilidades reales de ganar.

El epitafio de la candidata lo puso ella misma: la elección no consiste ahora en buscar el bien mayor sino en escoger el menor de los males. Esto no es novedad. Fue así en contiendas anteriores. Ya era así desde antes que Margarita Zavala decidiera bajarse de la contienda.

Lástima, Margarita

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