Ante la elocuencia de las imágenes, la necesidad del silencio: niños enjaulados, sí como algún tipo de animal famélico, una fauna contagiosa de una cepa virulenta. Niños sin padres, incapaces de comprender su delito, tal vez incapaces de comprender los que es un delito. Quizá el castigo no sea extraño para ellos, tal vez el aislamiento no sea una novedad. Pero vamos, ¿no es llevar las cosas a un punto extremo, no se está sobredimensionando? Entendemos que el presidente norteamericano Donald Trump no desea que el país de los libres y los bravos se convierta en un asilo de indocumentados, que las tristes imágenes de lo que pasa en Europa espantan al defensor de la frontera. Entendemos que a un dictador desequilibrado como Kim Jong-Un le puede dar la mano y hacer las paces con el amenazante régimen de Corea del Norte. Pero ante lo terriblemente peligrosos que son los niños, ¿cómo no aislarlos en jaulas de malla ciclónica? ¿Cómo no separarlos de sus padres?

Sabemos lo urgido que está el presidente con la menor aceptación en la historia de los Estados Unidos está urgido de victorias. Doblegar a Corea del Norte, vencer a ISIS o detener las matanzas en los centros educativos del vecino país es un poco más difícil que espantar a niños separados de sus padres, pero ¿a quién le importa? En este momento viven en un extraño limbo donde las autoridades norteamericanas no pueden saber a ciencia cierta cómo se llaman, quiénes son sus padres, de dónde vienen o cómo volverlos a reunir con sus familias.

Si bien es cierto que los medios, que todo el tiempo difunden fake news para desacreditar al paladín de la libertad, criticaron severamente esta medida para defender a América, lo cierto es que nuestro héroe ablandó su posición y emitió una de sus órdenes ejecutivas para decretar que ningún niño migrante sea separado de sus padres de hoy en adelante. Y todos tranquilos.

Queda como siempre, una moraleja: la gente se mueve por miedo. Y un gobernante astuto es capaz de señalar a sus gobernados las causas de su miedo. Y de inmediato, se aboca a desaparecer esta terrible amenaza. O genera un sistema de símbolos que conjuren ese mal: un muro fronterizo, el amago perpetuo de abolir el Tratado de Libre Comercio, la discriminación y la injuria como políticas de control. Estos mecanismos no nos son extraños: las actuales campañas electorales nos muestran cómo se busca usar el miedo como forma de disuasión.

Pero lo de los niños, entendamos, es una exageración, hasta para Donald Trump. Y la condena mundial, merecida, le mostrará sus límites y sus exageraciones: los norteamericanos tienen miedo. Y como buen demagogo, Trump alimenta el temor, el odio y la incomprensión. No tanto como para que enjaular y hacer llorar a un menor le gane simpatías o mejore sus números de aceptación.

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