Atribuirle a cualquier hecho sangriento la clasificación de “crimen de Estado” es una exageración que acaso no valga la pena moderar. Los acontecimientos trágicos del 2 de octubre de 1968, en cambio, encuadran perfectamente en esta taxonomía. No fue, como en otros casos, un multihomicidio tolerado por algún ente gubernamental ni se debió a actitud omisa de alguna de nuestras muchas policías. Fue un crimen planeado, organizado, ejecutado y encubierto por las más altas autoridades de este país, incluido el presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz; el secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez; el director de la Federal de Seguridad, Fernando Gutiérrez Barrios; el secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán; el jefe del Estado Mayor Presidencial, Luis Gutiérrez Oropeza; y una larguísima nómina que incluye a mandos militares y policiacos de todos los rangos, así como a un grupo paramilitar represivo oscuro y siniestro: el Batallón Olimpia. Pero no sólo eso: contó con la activa participación de la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (la CIA) cuyos agentes operaron con libertad en territorio nacional. De hecho, los dos hombres de mayor rango, Díaz Ordaz y Echeverría, eran agentes de la CIA.

Esto no una suposición ni parte de una teoría de complot, sino un hecho documentado, a partir de papeles desclasificados de la agencia norteamericana. El jefe de la oficina de espionaje en México, Winston Scott, había creado una red con una docena de espías llamada LiTempo, nombre clave para lo que él creía era un productivo intercambio de información entre autoridades mexicanas y su empleador norteamericano. Pero LiTempo era como cualquier empresa paraestatal mexicana: cara e ineficiente. Lo que además es muy comprensible: el agente LiTempo-2 (Díaz Ordaz) creía que México era víctima de un complot comunista orquestado por Moscú, Pekín y La Habana, o por lo menos eso quiso creer para seguir cobrando por sus servicios balines. Nada más lejos de la verdad.

Además de la paranoia de Díaz Ordaz, la lucha por la sucesión presidencial entre el regente del D.F., Alfonso Corona del Rosal, y LiTempo-8 (Echeverría) también abonó a la solución final a través de la matanza de estudiantes: contra un Corona del Rosal conciliador, Echeverría supo manipular la paranoia presidencial y mostrarse como el hombre de la “mano dura”. Su actuación le aseguró la silla presidencial.

La masacre del 2 de octubre será, sin duda, uno de esos hechos públicos cubierto de velos, con grandes lagunas y secretos imposibles de resolver. Un simple número, el del total de víctimas, es hasta la fecha una incógnita insoluble. Desde los 23 muertos del parte oficial de la época, hasta el cálculo de corresponsales extranjeros de más de 300 caídos. Desde hechos irrefutables, como las fotografías de los cadáveres y las grabaciones que dan cuenta de la magnitud del crimen, hasta las leyendas urbanas que hablan de cadáveres que fueron llevados en helicóptero del Campo Militar Número 1 para ser arrojados en altamar. Leyendas que no por truculentas son necesariamente falsas.

Si bien los detalles nunca se conocerán, lo cierto es que la percepción del mismo cambió radicalmente: desde el hecho lamentable-pero-necesario para salvar la patria amenazada por el comunismo, hasta el reconocimiento de un crimen absurdo y sin nombre, llevado a cabo por el Estado. Esta es, sin duda, la única y más grande verdad.

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