Digámoslo de la mejor forma posible: la caravana nos sorprendió a todos. A las autoridades, que habían mirado para otro lado ante el paso constante de indocumentados que eran exprimidos por los polleros centroamericanos, extorsionados por funcionarios mexicanos, masacrados por los cárteles de la delincuencia organizada, asaltados, violadas, vejados. A los cárteles de la explotación humana, que ven invadidas sus rutas sin poder obtener ningún beneficio ni económico ni de ningún otro tipo de esta inmigración multitudinaria.  A los académicos que siguen sin formular una buena teoría de cómo se formó este río humano que comenzó con un pequeño flujo procedente de Honduras y que hoy es una marabunta que recorre el sureste de México: factores económicos, políticos sociales que rebasan cualquier ecuación. A los políticos y politólogos, que no logran descifrar quién o quienes complotaron para reunir esta fuerza humana que pretende desafiar al más grande imperio y a su presidente amenazante, y apuntan las teorías más bizarras: inclusive, al propio Trump como autor de una prueba suprema para saber el grado de ayuda que puede recibir del gobierno mexicano.

Lo cierto es que la explicación más sencilla es, como siempre, la más probable: escapan porque ya no tienen nada que los ate a su tierra; porque en efecto, o mueren por la violencia en El Salvador, de hambre en Honduras o por la represión política en Nicaragua. Porque a su paso por México pasarán por muchas vicisitudes, pero nunca tantas como las que padecen en sus propios países.

Lo cierto es que México ha quedado entre la espada y la pared, porque el alto costo (social, económico y sobre todo, político) de esta caravana lo pagará nuestro país. En ningún caso como éste, lo políticamente correcto choca con lo conveniente: dejar que el río de migrantes avance por la república Mexicana es lo único que puede hacer el gobierno, además de ofrecer la estancia legal a quienes se sometan a las leyes mexicanas y cumplan con los requisitos de las mismas. Por otra parte, detenerlos antes de llegar a la frontera norteamericana y deportarlos es lo único que puede suavizar una tormentosa relación con la administración Trump.

No obstante, la tradición de México en cuanto a la política exterior obliga a las autoridades de nuestro país a hacer algo que no es fácil y cuyas consecuencias son imprevisibles: lo correcto. Esto puede ser perjudicial para una relación de altibajos. Más aún: conlleva riesgos para nuestro país que nunca hemos enfrentado.

Porque nadie duda que en esa masa humana que recorre el sur de México existe una abrumadora mayoría de personas desesperadas y urgidas de una solución a las difíciles situaciones de Centroamérica y de evadir los peligros de la migración ilegal por medios habituales. Pero también sería imposible negar que en ese grupo participan personas con un modo de vida nada honorable que esperan pescar a río revuelto. Indiscutiblemente, pueden venir con ellos delincuentes de alta peligrosidad.

Y por mucho que nos duela, nos permitirá entender a una parte de la población norteamericana que busca frenar la inmigración ilegal. Porque de México hacia Estados Unidos, la caravana ha sido permanente y numerosa desde hace muchos años.

 

 

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