Hace varios días, accidentalmente fui testigo de una discusión inicialmente estéril, entre hijos y padres de una misma familia, que en obviedad eran sujetos de personas con diferentes edades. Y señalo estéril porque como de manera usual acontece en todos los círculos sociales, educativos e incluso económicos. Cada cual trataba de demostrar las ventajas de su edad, esto generaba que cada quien argumentara y defendiera su postura, sin que pudieran ponerse de acuerdo de manera unánime y sobre todo pacíficamente, porque todos decían tener la razón, y soportaban su criterio en lo más sencillo que puede ser. Mientras que por un lado afirmaban que lo más importante es la cantidad de años vividos y por vivir, los otros justificaban que lo trascendente no era el número de años vividos, sino la calidad de vida del cómo se disfrutaba.
Esta breve discusión del momento, trascendente para unos y menos importante para otros, generó en mí una reflexión que comparto con ustedes; quizá porque a mí ya un poquito más de medio siglo de vida me creo con experiencia y autoridad para decir que pese a lo difícil que pareciera la vida, en cada una de ellas he logrado encontrar la felicidad y pudiera ser que de alguna manera pueda contribuir a encontrar lo grande que es vivir en cada una de ellas, lo que lo convierte en un oasis de momentos, acciones, emociones y sentimientos agradables que generan vocación para insistir y lograr que la felicidad es tan grande y contundente como cada quien quiera que sea. Porque a todos nos corresponde ser simplemente… ¡Felices!
Ahora bien, de manera personalísima hay muchas cosas que aprecio y amo por lo que me ha tocado vivir. Pero hoy de manera especial me avocaré a solo dos cosas de mi vida: la cantidad de años posibles por vivir y el nivel de vida óptimo para hacerlo. Y lo afirmo porque sé que ambos conceptos o criterios pueden coexistir plenamente en nuestra existencia. Creo, porque lo he comprobado, que hemos sido concebidos y en consecuencia traídos a este mundo, planeta, espacio o como le queramos llamar, para vivir una larga o corta vida según lo queramos ver, llamar o denominar y ser felices en esta vida. Quien no logra estos objetivos parcialmente simples, es como consecuencia debida a su actitud, aptitud o visión de vida y no al hecho que se le limite, condicione o impida llegar a ese fin, por el que la mayoría de los seres humanos luchamos día con día.
Debo decir que, por mi circunstancia laboral, tengo constantemente la posibilidad de observar a niños que recién hablan y caminan, a otros que aún, cuando más grandecitos, todos ellos juntos o de manera individual, desarrollan sus habilidades físicas, emocionales, intelectuales y valorales que denotan en su actuar, su permanente curiosidad e interés limpio e inocente de todo cuanto les rodea. Y la emoción que manifiestan al lograr aquello que se proponen, lo que les lleva a disfrutar y gozar lo que para nosotros es una insignificancia, pero que me llevan a afirmar que es en la niñez de la mayoría de los casos, la edad en la que todo es felicidad y amor.
Es maravilloso pasar por nuestro bello parque de Tlaxcala y ver a las parejas jóvenes de enamorados irradiando amor, fantasía, sueños e incluso magia, pues es la edad en la que la felicidad ancla sus cimientos y forza al individuo a luchar por lo que quiere.
Y no se diga cuando observamos a las parejas de matrimonios consolidados, a los que les toca vivir juntos su real adultez, logrando bellas familias, sólidos hogares, hijos ejemplares, gracias a que se comparten a diario alimentos, valores, educación ejemplo y amor. Por lo que no hay duda que a esta edad se sigue luchando por alcanzar la emoción, los sueños, satisfacción, regocijo y… la felicidad.
Por último, la edad más bella para mí y a la que aspiro llegar en su momento. Y me refiero a la de los adultos mayores que con su rostro, bondad, y especialmente esa mirada pacífica y sosegada producto de una vida que fue construyendo día a día con emociones, lágrimas, trabajo, sueños, ilusiones y experiencias. ¿Qué más podría pedírsele a la vida?
Es por eso que se encuentra en nosotros y en nadie más, hacer de cada día una fuente de fe, esperanza, sueños, entusiasmo, amor y retos por alcanzar la felicidad a la que aspiramos. Para ayudarnos contamos con el libre albedrío para hacer lo que nos plazca; nuestra voluntad para darle color y sabor a nuestra vida, así como el amor que nos prodiga nuestro Dios. Lo que convierte nuestra vida en magia, locura y emoción. Porque eso es Dar de Sí, antes de pensar en Sí.
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