Ana Lilia Rivera Rivera
Desde hace años, he insistido en la necesidad de mejorar los hábitos alimentarios de los mexicanos.
Sin caer en idealismos, sin faltar a la verdad, hasta antes de la proliferación de los alimentos procesados que inundaron centros comerciales y las tienditas de la cuadra, en México teníamos una alimentación más sana, más completa, más balanceada, más nutritiva. Más rica, para decirlo en dos palabras.
Sin embargo, en las últimas décadas hemos sido bombardeados por un sinfín de alimentos que nada tienen que ver con nuestra tradición. En estos últimos años hemos visto cómo han proliferado sin parar los llamados alimentos chatarra y las bebidas azucaradas con un alto nivel calórico.
La pésima alimentación propiciada por estos productos, sumada a los estilos de vida contemporáneos, marcados por el sedentarismo, han dado como resultado una grave crisis de salud.
Desde hace años, padecemos una silenciosa epidemia de obesidad, que trae consigo numerosos efectos perniciosos que impactan en nuestro bienestar.
Hay una estrecha relación entre la obesidad, y padecimientos como la diabetes y la hipertensión arterial. Estos tres males (obesidad, diabetes e hipertensión) son las comorbilidades más frecuentes entre las víctimas de la COVID-19, aunque por sí mismas ocasionan miles de muertes al año, así como una pobre calidad de vida.
Ante este panorama, debemos insistir en iniciativas y políticas públicas que vean más allá de las ganancias. A la larga, será más costoso atender a una población enferma; la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos considera que la obesidad provoca una reducción del PIB en México del 5.3 por ciento, en comparación con el resto de sus países integrantes, que pierden un 3.3 por ciento.
Para evitar la quiebra de nuestro sistema público de salud, necesitamos implementar desde ahora las medidas y acciones necesarias para garantizar mejores condiciones de salud.
Por ello, se deben destacar disposiciones como la que aprobó el Congreso de Oaxaca, con la que se prohíbe la venta de alimentos chatarra y de bebidas azucaradas en centros escolares públicos y privados, así como la comercialización de estos productos a niños y adolescentes.
Por ello, en mi condición de representante del Frente Parlamentario contra el Hambre, Capítulo México, en el Senado de la República, me congratulo por esta reforma al artículo 20 bis de la Ley de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, que confío se replique en el resto de entidades federativas.
No se trata de ir contra una industria, sino de reconvertir sus prácticas. No se trata de ir contra los empresarios, indispensables para hacer frente al desafío económico que nos plantea la emergencia sanitaria ocasionada por la COVID-19.
Simplemente se trata de proteger a nuestros niños, adolescentes y jóvenes, que se han visto expuestos a campañas publicitarias, sin informarles adecuadamente sobre los riesgos para su salud.
Poderosos grupos económicos, que han traficado con la salud de la población mexicana, se oponen a medidas como el etiquetado de alimentos procesados. Saben que si la gente se informa, difícilmente tomará la decisión de adquirir un producto dañino.
Desde este espacio, hago un llamado a los buenos empresarios para que inicien una profunda conversión. La industria alimentaria mueve miles de millones de pesos al año y da empleo a cientos de personas. Pero también es cierto que millones de personas en todo el mundo exigen alimentos de calidad, verdaderamente nutritivos y amigables con el medio ambiente.
La cocina tradicional mexicana, reconocida por la Unesco como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, es la clave para empezar a recuperar la salud que los mexicanos hemos ido perdiendo en los últimos 40 años.
Sería una excelente idea revalorar lo que tenemos, antes que seguir por una senda que sólo nos garantiza enfermedades y sufrimiento.