Ana Lilia Rivera Rivera

¿Sabían ustedes que cada minuto se desperdician 36 mil kilogramos de alimentos en nuestro país? ¿Estaban enterados que el 45% de las frutas y vegetales que se cosechan en todo el mundo se desperdician, así como el 30% de los cereales, y el 20% de la carne que se produce? Son cifras para reflexionar por la pérdida y desaprovechamiento de alimentos que pueden ayudar a muchísimas personas.

La ONU estima que mil 300 millones de toneladas anuales de alimentos terminan en la basura, incluso antes de llegar a la mesa de los consumidores. Esto equivale a un tercio de la producción mundial.

Estas y otras cifras las di a conocer hace unos días durante mi participación en el seminario virtual “Crisis alimentaria y desperdicio de alimentos”, organizada por la Red Mexicana de Universidades Promotoras de Salud.

Los grandes problemas en torno a la vigencia efectiva de los derechos humanos a la alimentación sana, suficiente y de calidad, no son exclusivos de una nación, sino que, de manera generalizada, a partir de finales del siglo pasado, los precios de los alimentos han presentado un crecimiento a niveles sin precedentes que ha impulsado a la gran mayoría de los organismos internacionales a reconocer la existencia de un grave problema alimentario, que afecta tanto a los países importadores de alimentos, como a los países desarrollados y a la economía global en su conjunto.

En el caso de países como México, este problema ha impactado directamente en el nivel de desnutrición, pobreza y poder adquisitivo de la mayoría de los hogares. Si buscamos el punto de origen de esta problemática, podremos identificar, coincidiendo con un gran número de especialistas, que las crisis alimentarias contemporáneas son el resultado de políticas neoliberales aplicadas desde hace ya más de cuatro décadas a nivel global, de conformidad con los lineamientos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Esas políticas están orquestadas por los intereses de los países dominantes de la economía global y sus grandes corporaciones agroalimentarias, que apostaron a desmantelar la capacidad de producción alimentaria de las naciones en vías de desarrollo, para hacerlas depender de importaciones subsidiadas por debajo del costo de producción, provenientes de las grandes potencias capitalistas.

De esta forma, las crisis alimentarias se deben preponderantemente a una visión obtusa que concibe a la agricultura como un sector más de la economía capitalista; a los campesinos como una “carga” para la modernidad; y a los alimentos como una mercancía y no como un derecho fundamental.

Todo esto apunta a la necesidad de un cambio de modelo productivo, cuya señal más evidente es que, mientras que la producción de alimentos en el mundo aumenta, el hambre no decrece.

De hecho, de acuerdo con datos de la ONU, el número de personas afectadas por el hambre a nivel mundial ha ido en aumento desde 2014, mientras que la carga de la malnutrición sigue constituyendo un desafío en la agenda mundial. Asimismo, tan solo en el 2019, alrededor de 690 millones de personas, lo que significa casi el nueve por ciento de la población mundial, pasaron hambre; esto equivale a un incremento de 10 millones de personas, en comparación con las cifras del año anterior.

Ante el actual contexto de emergencia sanitaria, la crisis alimentaria podría agudizarse, con resultados funestos, no sólo para nuestro país, sino para el planeta

 

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