Lo recuerdo con cierta claridad. Tenía tal vez unos diez años, y el hecho de que llegaran los domingos era tedioso para mí, por el simple motivo de que ese día era obligatorio asistir a misa (actividad que tiene todo mi respeto), al menos así lo había dictado mi mamá. Quiero aclarar que esto no es para nada un trauma de la infancia, sobre todo porque no me gustarían las comparaciones con otros “celebres” personajes que el día de hoy aspiran a ocupar cargos públicos, como lo es el caso del candidato al Gobierno del Estado de Nuevo León, Samuel García, el cual quedó bastante traumado por jugar golf con su papá a lo largo de su dura y complicada infancia.
Sin embargo, es claro que para el niño que yo era en ese entonces, resultaba molesto tener que dejar los juguetes, las caricaturas y el futbol para cumplir con esta obligación dominical, pues se trataba de un ritual en el cual tenía que ponerme ropa “apropiada” y bastante incómoda, para después pasar la mayor parte del tiempo de pie, o sentado en incómodas bancas de madera, escuchando oraciones y palabras de las cuales en ese momento no entendía ni un ápice.
Ahora, con veinticuatro años de edad, y como joven licenciado en Derecho, debo aceptar, que durante el primer semestre de mi carrera, me llegué a preguntar si es que las madres y padres de esos niños a los que obligan a asistir a celebraciones religiosas están violentando o no la libertad de convicciones éticas, conciencia y de religión de estos últimos, la cual se encuentra contenida en el artículo 24 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, porque si bien es cierto estamos hablando de niños, la realidad es que el artículo primero del propio texto constitucional es claro al señalar que en los Estados Unidos Mexicanos, todas las personas, (sean niños, adultos o adultos mayores), gozarán de los derechos humanos reconocidos en la Constitución, así como en los Tratados Internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte.
Precisamente el fin de semana pasado, este tema acerca de los derechos que detentan los niños, así como su ejercicio, salió a colación como parte de la materia de Derechos Humanos, impartida por el Dr. José María Soberanes, dentro de la Maestría en Derecho Constitucional y Procesal Constitucional de la Universidad Autónoma de Tlaxcala, aunque debo aclarar que no me atreví a relatar mi “terrible” experiencia de la infancia, principalmente por temor a ser objeto de burlas (más que justificadas), sin embargo, las preguntas que abrieron el tópico fueron interesantes: ¿hasta qué punto los niños detentan o ejercen sus derechos?; si un niño decide no ir a la escuela, ¿puede quedarse en su casa?; si una niña que camina por la calle de la mano de su papá, decide soltarlo y correr hacia los automóviles, ¿tiene derecho de hacerlo o el padre puede y debe detenerla?, pero si la detiene, ¿no estaría restringiendo alguna de sus libertades?
Para responder a estas interrogantes, debemos tener en cuenta dos factores, el primero de ellos es que una cosa es la titularidad de un derecho y otra es su ejercicio. En este sentido, queda claro que de acuerdo a nuestra Constitución, un niño es titular de un cúmulo de derechos humanos y fundamentales, pero no tiene la capacidad de ejercer todos y cada uno de ellos. El ejemplo más claro de lo anterior, es el derecho de votar, el cual todos gozamos, pero solo podemos ejercerlo a partir de la edad de 18 años.
El segundo factor, es que el tema del goce y ejercicio de los derechos por parte de los menores de edad, ha llegado hasta instancias jurisdiccionales de nuestro país. Al efecto, es necesario hacer mención del Amparo en revisión 1049/2017. La historia de este amparo, comienza en abril del año 2017, cuando una menor de edad cuya familia pertenecía a los Testigos de Jehová, fue diagnosticada con leucemia linfoblástica aguda.
Como consecuencia del diagnóstico, los médicos le explicaron a la madre de la niña que el tratamiento considerado como idóneo para la menor, consistía en una serie de transfusiones sanguíneas, sin embargo, la madre expresó su desacuerdo, por considerar que era contrario a las creencias de la propia familia. Como respuesta a esta situación, una Subprocuraduría de menores realizó las gestiones correspondientes para tomar la custodia de la menor, con la finalidad de que se le aplicara el tratamiento, situación ante la cual la madre de la niña se amparó y logró que en un primer momento no se le realizara la transfusión sanguínea a la menor.
Sin embargo, la propia institución pública encargada de defender los intereses de los menores de edad, recurrió la sentencia, y en la revisión, llegó hasta la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual tuvo a bien resolver que se le aplicara el tratamiento idóneo a la menor, aún en contra de la negativa de su familia.
Lo relevante de este caso para el tema que aquí se está abordando, es el apartado “C” de la propia resolución, debido a que hace referencia a la “Autonomía progresiva de los menores de edad”, y menciona que el derecho de los padres a tomar decisiones por sus hijos, se va desvaneciendo conforme el menor de edad se va desarrollando y volviendo autónomo. Es por esta razón, que mientras los menores de edad no sean capaces de formular y articular sus valores propios, se presume que los padres hablarán por sus menores hijos. Esto quiere decir, que solo hasta el momento en el cual los menores de edad hayan alcanzado cierto grado de madurez, podrán decidir que religión profesar y qué decisiones tomar con base en la misma. Desde luego, este criterio aplica para otros ámbitos más allá del religioso, así que en efecto, los pequeños de la casa no se pueden “mandar solos”, sino que lo podrán hacer conforme se vayan desenvolviendo y madurando.
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