Luis Manuel Vázquez Morales

Primera parte.

La investigación histórica conduce por diferentes senderos que, aunque parece que se bifurcan, siempre se llega a conocer algunos elementos aislados en otras ramas de las Ciencias Sociales y las Humanidades, particularmente en la novela histórica. En este sentido, se presenta la vida de Xicohténcatl Axayacatzin de la pluma de Vicente Riva Palacio Guerrero. Escritor, político, historiador y militar, que ha sido considerado por sus obras, uno de los principales autores de la novela histórica en México.

De un tiempo al presente se han investigado en diferentes fuentes históricas datos sobre el capitán general del ejército tlaxcalteca, como es nombrado en las crónicas e historias de la conquista. La investigación realizada ha permitido acercarse a la literatura con la intención de reconstruir la vida del joven Xicohténcatl, cuyo arrojo ha sido legado de lo tlaxcalteca en los últimos quinientos años. De la mano de la historia y la literatura, que reflejan una idea del momento en que fueron escritas, el contexto y los intereses de los autores.

El texto se presentó en El Libro Rojo, con el jocoso subtítulo “Historia de los grandes crímenes de la conquista…” Obra de carácter nacionalista que fue publicada con escritos de Manuel Payno, Vicente Riva Palacio, Juan A. Mateos y Rafael Martínez de la Torre, el año de 1905 en la Ciudad de México.

Para esta ocasión se ha tomado el texto íntegro sobre Xicohténcatl del ejemplar que se encuentra digitalizado en el repositorio de la Biblioteca de México, dependiente de la Secretaría de Cultura. El libro es de fácil acceso en los buscadores de la internet, así mismo, se cuenta con varias ediciones. Se ha respetado la gramática y la ortografía de su tiempo, con la intención de que el lector tlaxcalteca perciba la esencia de este tlaxcalteca ilustre que orgullosamente fue plasmada por el descendiente del general insurgente Vicente Guerrero.

Se ha creído pertinente volver a publicar este texto a unos días de la conmemoración de los quinientos años de la caída de México-Tenochtitlan a manos del ejército hispano-indígena bajo las órdenes del capitán Hernán Cortés. La esencia de la conquista se encuentra en las acciones y la voz de los autores que participaron en ella. Así como en los autores que a lo largo de medio milenio se han encargado de darle vida y sentido a este hecho que fue trascendental para la historia de la humanidad.

Un dato más, el autor refiere que sus fuentes para escribir sobre este personaje fueron William H. Prescott, Francisco López de Gómara, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Antonio de Herrera y Diego Muñoz Camargo.

Xicoténcatl

Atravesaba el pequeño ejército de Hernán Cortés la soberbia muralla de Tlaxcala que defendía la frontera oriental de aquella indómita República.

Los soldados se detenían mirando con asombro aquel monumento gigantesco, que según la expresión de Prescott “tan alta idea sugería del poder y fuerza del pueblo que le había levantado.”

Pero aquel paso, aquella fortaleza, cuya custodia tenían encargada los othomís, estaba entonces desguarnecida. El general español se puso á la cabeza de su caballería, é hizo atravesar por allí á sus soldados, exclamando lleno de fe y entusiasmo: “Soldados, adelante, la Cruz es nuestra bandera, y bajo esta señal venceremos:” y los guerreros españoles hollaron el suelo de la libre República de Tlaxcalan.

El ejército español y sus aliados los Zempoaltecas caminaban ordenadamente; Cortés con sus jinetes llevaba la vanguardia; los Zempoaltecas la retaguardia. Aquella columna atravesando la desierta llanura, parecía una serpiente monstruosa con la cabeza guarnecida de brillantes escamas de acero, y el cuerpo cubierto de pintadas y vistosas plumas.

Cortés caminaba pensativo: el tenaz fruncimiento de su entrecejo indicaba su profunda meditación: mil encontradas ideas y mil desacordes pensamientos debían luchar en el alma de aquel osado capitán, que con un puñado de hombres se lanzaba á acometer la empresa más grande que registra la historia en sus anales.

Reinaba el silencio más profundo en la columna, y sólo se escuchaba el ruido sordo y confuso de las pisadas de los caballos.

De cuando en cuando, Cortés se levantaba sobre los estribos y dirigía ardientes miradas, como intentando descubrir algo á lo lejos: así permanecía algunos momentos, nada alcanzaba á ver, y volvía silenciosamente á caer en su meditación.

¿Qué esperaba, qué temía aquel hombre que procuraba así sondear los dilatados horizontes? Esperaba la vuelta de sus embajadores: temía la resolución del gobierno de la República de Tlaxcala.

Cuando Cortés determinó pasar con su ejército á la capital del imperio de Moteuczoma, vaciló sobre el camino que debía llevar; era su intención dejar & un lado la República de Tlaxcala y tomar el camino de Cholula, país sometido al imperio de México y en donde esperaba encontrar favorable acogida, por las relaciones de amistad que le unían ya con el emperador Moteuczoma.

Pero sus aliados los Zempoaltecas le aconsejaron otra cosa. Tlaxcala era una República independiente y libre; sus hijos, belicosos é indomables, no habían consentido nunca el yugo del imperio Azteca, vencedores en las llanuras de Poyauhtlan: vencedores de Axayacatl, y vencedores después de Moteuczoma, el amor á su patria les había hecho invencibles y les constituía irreconciliables enemigos de los mexicanos: los Zempoaltecas aconsejaron & Cortés que procurase hacer alianza con los de Tlaxcala, abonando encarecidamente el valor y la lealtad de aquellos hombres.

Comprendió Cortés que sus aliados tenían razón, y tomó decididamente el camino de Tlaxcala, enviando delante de sí como embajadores á cuatro Zempoaltecas para hablar al senado de Tlaxcala, con un presente marcial que consistía en un casco de género carmesí, una espada y una ballesta, y portadores de una carta en la que encomiaba el valor de los Tlaxcaltecas, su constancia y su amor á la patria, y concluía proponiéndoles una alianza con objeto de humillar y castigar al soberbio emperador de México.

Los embajadores partieron; Cortés continuó su camino, atravesó la gran muralla tlaxcalteca y penetró en el terreno de la República, sin que aquéllos hubieran vuelto á dar noticia de su embajada.

El ejército español avanzaba con rapidez; el general seguía cada momento más inquiete: por fin no pudo contenerse, puso al galope su caballo, y una partida de jinetes le imitó, y algunos peones aceleraron el paso para acompañarle; así caminaron algún tiempo explorando el terreno: de repente alcanzaron á ver una pequeña partida de indios armados que echaban á huir cuando vieron acercarse á los españoles: los jinetes se lanzaron en su persecución, y muy pronto alcanzaron á los fugitivos; pero éstos, en vez de aterrorizarse por el extraño aspecto de los caballos, hicieron frente á los españoles y se prepararon á combatir.

Aquel puñado de valientes hubiera sido arrollado por la caballería, si en el mismo momento un poderoso refuerzo no hubiera aparecido en su auxilio.

Los españoles se detuvieron, y Cortés envió uno de su comitiva para avisar á su ejército que apresurase la marcha. Entretanto los indios disparando sus flechas se arrojaron sobre los españoles, procurando romper sus lanzas y arrancar á los jinetes de los caballos; dos de éstos fueron muertos en aquella refriega, y degollados para llevarse las cabezas como trofeos de guerra.

Rudo y desigual era el combate, y mal lo hubieran pasado los españoles que allí acompañaron á Cortés, á no haber llegado en su socorro el resto del ejército: desplegóse la infantería en batalla, y las descargas de los mosquetes y el terrible estruendo de las armas de fuego que por primera vez se escuchaba en aquellas regiones, contuvieron á los enemigos que retirándose en buen orden y sin dar muestra ninguna de pavor, dejaron á los cristianos dueños del lugar del combate.

Sobre aquel terreno se detuvieron los españoles, acampando, como señal del triunfo* sobre el mismo campo de batalla.

Dos enviados Tlaxcaltecas y dos de los embajadores de Cortés se presentaron entonces para manifestar, en nombre de la República, la desaprobación del ataque que habían recibido los españoles, y ofreciendo & éstos que serían bien recibidos en la ciudad.

Cortés creyó ó fingió creer en la buena fe de aquellas palabras: cerró la noche y el ejército se recogió, sin, perderse un momento la vigilancia.

Amaneció el siguiente día, que era el 2 de septiembre de 1519, y el ejército de los cristianos, acompañado de tres mil aliados, se puso en marcha, después de haber asistido devotamente á la misa que celebró uno de los capellanes.

Rompían la marcha los jinetes, de tres en fondo, á la cabeza de los cuales iba como siempre el denodado Cortés.

No habían avanzado aún mucho terreno, cuando salieron á su encuentro los otros dos Zempoaltecas, embajadores de Cortés, anunciándole que el general Xicoténcatl les esperaba con un poderoso ejército y decidido á estorbarles el paso á todo trance.

En efecto, á pocos momentos una gran masa de Tlaxcaltecas se presentó blandiendo sus armas y lanzando alaridos guerreros.

Cortés quiso parlamentar, pero aquellos hombres nada escucharon, y una lluvia de dardos, de piedras y de flechas vino á rebotar, como única contestación, sóbrelos férreos arneses de los españoles.

“Santiago y á ellos” gritó Cortés con ronca voz, y los jinetes bajando las lanzas arremetieron á aquella cerrada multitud.

Los Tlaxcaltecas comenzaron á retirarse: los españoles, ciegos por el ardor del combate, comenzaron & perseguirlos, y así llegaron hasta un desfiladero cortado por un arroyo, en donde era imposible que maniobrasen la artillería ni los jinetes.

Cortés comprendió lo difícil de su situación, y con un esfuerzo desesperado logró salir de aquella garganta y descender á la llanura.

Pero entonces sus asombrados ojos contemplaron allí un ejército de Tlaxcaltecas, que su imaginación multiplicaba: era el ejército de Xicoténcatl que esperaba con ansia el momento del combate.

Sobre aquella multitud confusa se levantaba la bandera del joven general; era la enseña de la casa de Tlaxcala, una garza sobre una roca, y las plumas y las mallas de los combatientes, amarillas y rojas, indicaban también que eran los guerreros de Xicoténcatl.

Sonaron los teponaxtles, se escuchó el alarido de guerra y comenzó un terrible combate.

Era Xicoténcatl, el jefe de aquel ejército, un joven hijo de uno de los ancianos más respetables entre los que componían el senado de Tlaxcala.

De formas hercúleas, de andar majestuoso, de semblante agradable, sus ojos negros y brillantes parecían penetrar, en los momentos de meditación del caudillo, los oscuros misterios del porvenir, y sobre su frente ancha y despejada no se hubiera atrevido á cruzar nunca un pensamiento de traición, como un pájaro nocturno no se atreve nunca á cruzar por un cielo sereno y alumbrado por la luz del día.

Xicoténcatl era un hermoso tipo, su elevado pecho estaba cubierto por una ajustada y gruesa cota de algodón sobro la que brillaba una rica coraza de escamas de oro y plata; defendía su cabeza un casco que remedaba la cabeza de un águila cubierta de oro y salpicada de piedras preciosas, y sobre el cual ondeaba un soberbio penacho de plumas rojas y amarillas: una especie de tunicela de algodón bordada de leves plumas, también rojas y amarillas, descendía hasta cerca de la rodilla; sus nervudos brazos mostraban ricos brazaletes, y sobre sus robustas espaldas descansaba un pequeño manto, formado también de un tejido de exquisitas plumas.

Llevaba en la mano derecha una pesada maza de madera erizada de puntas de itztli, y en el brazo izquierdo un escudo, en el que estaban pintadas como divisa las armas de la casa de Tlaxcala, y del cual pendía un rico penacho de plumas. Xicoténcatl, con ese fantástico y hermoso traje, hubiera podido tomarse por uno de esos semidioses do la Mitológía griega: todo el ejército Tlaxcalteca le obedecía, y era él, el alma guerrera de aquella República, la encamación del patriotismo y del valor; y era él, el que despreciando las fabulosas consejas que hacían de los españoles divinidades invencibles ó hijos del sol, (inducía las huestes de la República al encuentro de aquellos extranjeros, despreciando los cobardes consejos del viejo Maxixcatzin que quería la paz con los cristianos, y sin intimidarse de que éstos manejaban el rayo y caminaban sobre monstruos feroces y desconocidos.

luis_clio@hotmail.com

@LuisVazquezCar

 

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