Por: Carlos Herrera Toro
Me fue imposible no mostrar la desazón cuando Daniel reveló cuál era el grandioso trabajo que me había conseguido. De acuerdo con sus expectativas, con el dinero que me pagasen en él, podría cubrir los gastos de dicho mes, además de ser capaz de cumplir con los antojos navideños de mis vástagos y esposa. “No olvides que si no llevas el pavo, nadie en tu casa cenará”, fue lo que él me dijo para convencerme a que aceptase ese odioso empleo. A veces, antes que amigo, Daniel tomaba matices de un cruel villano. Pero el problema no era el trabajo en sí, el verdadero obstáculo era yo mismo. Aborrecía la navidad, sobre todo, a ese imaginario gordo que, cual si fuese un truhan, se mete por las chimeneas a dejar regalos a los niños. A ese tipo, literalmente, lo odiaba. Pero no podía más que hacer de tripas corazón, y vestirme de aquel nefasto señor (porque ese era el dichoso trabajo), e ir a un internado de niños con discapacidad intelectual para hacerles creer que Santa existía y que se había acordado de ellos. Eso era lo que más me causaba escozor, no solo porque detestaba a los niños, sino porque no me cabía en la cabeza cómo era que creían los infantes, muchos de ellos sin talento ni atributos, que alguien miraba sus acciones y los premiaba por tal actitud. Me parecía todo aquello algo punto menos que ridículo, pero era también verdad que requería de dinero.
Desde aquel maldito paro que hizo la población indígena en Ecuador, yo me quedé sin empleo, y había hecho magia para poder llevar un mendrugo a la casa. Mi esposa, que no era la mejor compañía que había encontrado en la vida, me presionaba para que satisficiera sus necesidades más exorbitantes, y eso me mantenía al borde del colapso. Mis hijos, por su parte, no paraban de pedirme cosas para la escuela, y el dueño de casa, un viejito avaro y usurero, no paraba de recordarme en cada saludo que debía cancelarle puntual el arriendo, pues si no, nos echaría como a perros de su propiedad. Había sido por mi situación apremiante que Daniel me buscó trabajo en muchos lugares. Debo confesar, entre tanto, que mi amigo no era el mejor “buscador de empleo”, ya que lo único que me hubo conseguido, muy a mi pesar, fueron algunos empleos muy singulares; a saber: de payaso en un par de fiestas, mesero en una feria de comidas, barrendero en un concierto, en fin. Hasta había hecho, el muy imbécil, negocio con los libros de mi biblioteca, y encima, los más preciados. Esto último al final no lo hice, ya que nunca quise desapegarme de mis tesoros bibliográficos, pero lo demás sí lo acepté. Llegué a pasar, por ello, sinnúmero de momentos vergonzosos, aunque, claro, pude cumplir con mis obligaciones económicas mes a mes, y por eso era que los soportaba y no mandaba al cuerno a Daniel como se lo merecía. _Toma tu traje y mira si te queda – dijo Daniel- además, eres gordo y seguro no necesitas relleno… Juro que estaba tan de a buenas que no le lancé un golpe de puño al idiota; aunque era verdad, tenía mis quilitos demás, y en esa ocasión me sirvieron sobremanera, ya que estos ayudaron para que el odioso traje rojo me quedase como hecho a mi medida y no requiriese relleno. Daniel se reía al verme, y lo peor sucedió cuando me colocó unas barbas postizas, porque aparte que me quedaron muy mal, me dolieron muchísimo, porque debían estar pegadas a la piel. Sin embargo, muy a pesar de todo, me quedé satisfecho porque con esas fachas, seguro, nadie me reconocería. Bueno, eso creí, ya que apenas hube salido a buscar un taxi, un amigo me saludó desde su automóvil, lo cual me hizo poner más rojo que un ají. Estuve a un tris de regresarme a la casa de Daniel para devolverle sus trapos, pero al final no lo hice, y más bien me fui, cual centella, al internado, porque estaba sobre el tiempo.
Pronto llegué al lugar. Salió a recibirme una monjita oscura, todo avejentada y con olor a rancio. Me hizo pasar ella a la oficina del director del internado, quien me manifestó que el dinero me lo daría al día siguiente porque el padrino solidario, quien donaba el personaje, estaba de viaje. Lo acepté a regañadientes. Sabía que no podía poner peros, y el tipo me dio cierta confianza. Llené entonces mi costal con los regalos que me dieron para repartirlos, los cuales habían sido donados. Eran unas simples y baratas muñecas para las mujeres y unos pequeños carritos para los hombres, aparte de unas fundas de caramelo paupérrimas. Todo aquello me pareció tan insignificante que hasta tuve vergüenza de siquiera tomarlos. No obstante, serían los niños quienes recibirían aquellas pobrezas; yo solo cumpliría con dárselas. La monja, quien me había recibido, fue la encargada de llevarme hacia el patio donde se daría el ágape navideño. Apenas llegué, los niños se abalanzaron hacia mí. Todos tenían mirada desorbitada y caminaban muy chueco. Muchos babeaban y balbuceaban cosas sin sentido. Algunos me abrazaron con una fuerza tal, que creí haber sido atrapado por un demonio. No hacían caso los infantes a las órdenes de sus cuidadores, y tampoco a mis gritos desesperados. En verdad, me sentí tan confundido, que se me pasó por la mente salir del lugar y acabarlo todo. No era yo cualquier sujeto, tenía mi título universitario, y era un intelectual de quilates. La necesidad, sin embargo, me había llevado a dicho lodazal. Decaí en el ánimo, y apenas tuve fuerzas para decir el tradicional: “Jo, jo, jo”, pero con un hilo muy agudo de la voz, que causó conmoción en la monja acompañante, la cual, solo atinó a decirme que me tranquilizara, que eran niños con discapacidad, unos angelitos que lo hacían todo con inocencia. Yo solo asentí con mi cabeza, aunque me consideraba una basura ínfima. No podía hacer más, solo respirar y tranquilizarme. Intenté entonces encontrar dulzura en los niños, pero honestamente no la hallé, y aunque me puse más tranquilo cuando me separaron de ellos, esperaba el momento exacto para salir corriendo. La situación llegó al límite, cuando un niño baboso, tomó mi mano y la embarró con su líquido. Estaba tan repugnante el menor, que me aparté de él e intenté limpiarme lo que me había dejado, pero que no sirvió de nada, porque el infante se propuso mancharme todo, de manera que me abrazó la pierna y baboseó mi muslo, hasta que no pude más y lo puse a un lado. _Ese niño es el angelito más apreciado –dijo la monja- todos lo queremos, ya que está por morir. Aparte de autismo, tiene neurocisticercosis, que es una enfermedad larvaria que ha carcomido su cerebro. Me quedé de una pieza. Nunca había estado en tal situación. Un niño moribundo estaba junto a mí, y lo había tratado tan mal. ¿Qué clase de monstruo era yo? No merecía más que una hoguera ardiente. _ Lo que más me sorprende –continuó la monja- es que casi nunca sonríe ni se acerca donde nadie, pero hoy se lo ve muy feliz, creo que usted le ha caído bien. Al escuchar esas palabras me tranquilicé y tomé nuevamente al niño, quien, a pesar de su aspecto repulsivo, no me causó más que ternura. Lo llevé conmigo hacia la silla que me habían destinado, y fue a él quien di el primer regalo. Sonreía el muchacho de una manera tal, que me provocó un poco de dicha y paz, en medio del tedio e ignominia que la situación me había provocado. No sé qué me pasó, pero esa sonrisa que se dibujaba en sus labios inspiró unos bríos extraños y desconocidos en mí. Fue por ello que empecé a actuar como un Papá Noel cualquiera. Bailé, abracé a todos y hasta jugué con los infantes, aunque el que robó mi atención fue el niño moribundo, quien sonreía y me motivaba para también reír. Disfruté como no lo había hecho nunca. Las dos horas del contrato se me pasaron volando. Fui, creo yo, el Santa más divertido de la historia.
Al día siguiente fui a cobrar mi dinero. Lo necesitaba mucho. Estaba tan esperanzado de recibir mi rubro, que me vestí tan bien. Ni de lejos me parecía al personaje navideño, rojo y fachoso, quien había llegado el día anterior. Hasta tuve que presentar mi cédula para que me creyesen que era yo mismo. Todo fue bien, hasta que al salir del sitio, al cual prometí nunca regresar, me encontré con unos galenos de Medicina Legal, quienes llevaban al niño desahuciado en una camilla, todo inerte, puesto que al fin la enfermedad lo había vencido. Estaba todo angelical. Su anterior aspecto repugnante se había disipado, y parecía un verdadero angelito. Me acerqué a él y le toqué el rostro. Se lo miraba feliz, sumamente dichoso. Sus ojos estaban perdidos, como los de cualquier cadáver, pero, por su brillo, parecían vivir en el infinito. Su boca, entre tanto, dibujaba aquella sonrisa apacible que el día anterior había trastocado mi antipatía navideña…