Por: Citlali Rosas Jiménez

 

La concepción de la vida y la muerte en nuestra cotidianidad, que se enaltece tradicionalmente en nuestros días de muertos, sin duda tiene particularidades de la ideología  prehispánica, debido a que es posible percibir las asociaciones simbólicas y las prácticas del México antiguo.

En principio, con la persistencia de la forma de ver al mundo buscando un equilibrio entre lo natural y lo sagrado, en donde se considera de vital importancia el culto a los antepasados.

En la tradición moderna mexicana prevalece un sistema de ordenamiento del cosmos cuya estructura permite la interacción y la convivencia entre los vivos, los ancestros, las deidades, las entidades y los elementos del entorno natural. Una concepción que busca el equilibrio del mundo y una conexión del todo de forma atemporal e interespacial.

En la práctica, se mezclan las ideas religiosas occidentales con la cosmovisión del universo y la percepción del cuerpo de acuerdo al pensamiento de la cultura mesoamericana.

Desde el pensamiento mesoamericano, la humanidad existe dentro de la proyección de un eje central del que parten los cuatro rumbos del universo con sus niveles superiores e inferiores, acompañada dicha estructura de la conservación del esquema dual de los opuestos complementarios. Cuyo modelo le permite moverse, convivir y servir en los planos terrestres, celestes y de los inframundos, interactuando con los ancestros o con las entidades anímicas que en ellos habitan.

Para este caso, acerquémonos, a uno de los umbrales del universo, el plano del inframundo que, si bien representa un espacio de muerte, oscuridad y sequía, por otra, también representa un paraíso en la existencia de abundancia, agua y fertilidad desde el Tlalocan (lugar de los seres pluviales) o de mantenimiento en la casa de Tonacatecuhtli (lugar del árbol de nuestro sustento). Un plano, como el resto, experimenta el goce de los opuestos complementarios, desde su dualidad de vida y muerte.

Si bien los seres humanos experimentan dicha dualidad dentro del pensamiento religioso, también lo desarrolla con su entorno natural en el ciclo ritual y agrícola a partir de la observación de los cambios de la naturaleza, empalmándose en éste contexto el modelo de creencias.

Por tanto, hemos de notar que coincide en los ciclos rituales y los ciclos agrícolas, los períodos de muerte y sequía, con los de lluvias y de renovación. Sumándose con esto otra dualidad referente a la humedad y a la sequía.

En ambos ciclos se comparte la práctica de las ofrendas dentro de un tiempo compartido que corre desde abril hasta septiembre del año siguiente en el que existen dos ciclos derivados de las estaciones del año y a los cuales se les ha dado una carga simbólica dentro de la ritualidad.

Así, es posible apreciar que la llegada de los difuntos se da desde finales de septiembre continuando hasta las celebraciones grandes en noviembre, ajustándose con el inicio y final de la siembra o la cosecha de los ciclos agrícolas. Una transición que coincide con el de la renovación y la muerte en la vida de las personas y en el de la naturaleza.

Entre varios estudiosos de la materia, tenemos el ejemplo de registro con la Dra. Catharine Good, quien ha identificado dentro del grupo náhuatl, el aspecto de la llegada de los difuntos desde finales de septiembre, en las fiestas de San Miguel Arcángel, una imagen religiosa que representa a la vez el otorgamiento de los manantiales, una manifestación del agua que corre y viene desde el interior de la tierra.

Por lo que la práctica del recibimiento y atención de los ancestros, cierra su ciclo de interacción en los primeros días de noviembre o incluso en las fiestas de San Andrés a finales de noviembre; tratándose de un período de alrededor de uno o dos meses, que respecto a la temporalidad coincide justamente con los ciclos mencionados.

Dentro de éste período se realizan un serie de ofrendas relacionadas a los campos de cultivo, a los cerros, a los manantiales y a los difuntos mediante la elaboración de un altar como lugar específico para ello.

Si bien los primeros son aspectos y elementos de la naturaleza, debemos considerar que reciben animación y respeto de nuestra parte, así tenemos a nuestra madre la tierra, a los dioses del agua, y a las personificaciones del maíz como a las de los cerros, por mencionar algunos.

De tal forma que comparten la existencia de vitalidad que nuestros ancestros llevan aunque se encuentren en otro plano diferente al nuestro.

Para nuestros antepasados esto se debe al proceso por el cual atraviesa el cuerpo en distintos estados y procesos anímicos durante la vida, que, con el suceso de la muerte, es el teyolía o alma la entidad anímica que prevalece.

Esencia con la que se da una reexistencia y continuidad del sujeto, por lo que debe atenderse en su camino hacia los niveles del inframundo.

Es por eso por lo que durante las practicas funerarias durante la época prehispánica a las personas se les acompañaba de diversos artefactos, de elementos figurativos, jerárquicos y funcionales; de alimentos y animales, con la intención de que fueran venideros y de apoyo durante el camino “en la nueva vida”.

Lo anterior se encuentra identificado durante las excavaciones arqueológicas tanto en los entierros, tumbas funerarias o arquitectura mayor funeraria.

Además  es posible verlo en las imágenes de los códices prehispánicos o coloniales en donde se proyectan escenas de la colocación de elementos al individuo fallecido para su acompañamiento.

La misma fuerza que preexiste, es la que retorna al plano terrenal y que año con año se hace presente en estos días, recibiéndola a través de las ofrendas del altar. Si bien la época de Día de Muertos tiene sus variantes en cada región del país, en todas se hace el merecido recibimiento de los suyos.

Es decir, así como fue el acompañamiento hacia su nueva existencia, el recibimiento ahora se torna en la atención de dar y compartir lo que se ha logrado en el plano terrenal, como son las cosechas, por ejemplo. Compartiendo así las dádivas que ha aportado el entorno con la ayuda de los dioses, incluyendo a los difuntos en las celebraciones, pues su presencia complementa la armonía del universo y los sucesos del núcleo familiar.

Sin duda, la llegada de nuestros antepasados al altar, como parte de un espacio de ofrendas dentro del hogar, y fuera del lugar de la última morada, propicia la oportunidad de revitalizar el alma de nuestros muertos por su persistencia en la memoria de los vivos, acompañado de la revitalización del ciclo natural.

Una apreciación subsistente del pensamiento mesoamericano que nos lleva a tener presente en todo momento la existencia de la vida en los diferentes planos y ejes del cosmos.

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