El horror en el cine mexicano
La idea de que el cine mexicano solo se compone de comedias románticas cada vez se achica más. Las últimas producciones han demostrado lo contrario y, si todavía piensas que en México solo se hacen películas ligeras y cómicas, estás equivocado. No se trata de venir con aires de superioridad a decir que no sabes del tema, sino de aprovechar la oportunidad —ahora que recién pasó el Día Nacional del Cine Mexicano— para compartir y poner en la mesa otras producciones que merecen atención. En este caso, quiero hablar del terror, y sobre todo del horror en la cinematografía nacional.
Siempre ha circulado el chiste de que en México no se pueden hacer películas de terror porque “los mexicanos somos valientes” y nos tomamos todo a broma. Pero lo cierto es que existen muy buenas producciones que demuestran lo contrario. Nuestro país tiene una cultura rica en leyendas y tradiciones, y su folclore ha servido como catalizador del miedo. Desde relatos populares como la llorona, brujas y nahuales, hasta elementos más arraigados como la religión, la santería o la brujería, el terreno para crear horror en México es vasto.
Claro que también hay cintas que se sienten “palomeras” como Turno nocturno, Archivo 253 o Belzebuth, que por la crítica no fueron tan bien recibidas, ya sea por los efectos, las historias o ideas que no terminan de cuajar. Sin embargo, la diversidad del terror y horror mexicano va más allá. Ahí están clásicos como El esqueleto de la señora Morales o las entrañables películas del Santo contra vampiros, hombres lobo y otros monstruos. Quizá hoy sus efectos luzcan ingenuos, pero en su época fueron un logro técnico enorme en maquillaje y edición, además de marcar toda una generación que las recuerda con cariño.
En una etapa más contemporánea, el terror mexicano ha sabido renovarse. Siguiendo con el folclore como punto de partida, directoras y directores han encontrado nuevas formas de usar nuestra cultura y también de convertir problemáticas sociales en detonantes del miedo. Vuelven de Issa López, por ejemplo, mezcla violencia y la mirada infantil para construir un relato tan desgarrador como aterrador. Somos lo que hay, de Jorge Michel Grau, fusiona el horror con la marginación social, dando un giro inquietante a las historias de canibalismo.
Otro pilar fundamental es Huesera, de Michelle Garza, donde el machismo, la presión de la maternidad y la represión de la sexualidad se convierten en un monstruo sobrenatural que encarna los miedos y las adversidades de muchas personas gestantes en México. En un tono distinto, Desaparecer por completo de Luis Javier Henaine combina tres elementos que en nuestro país resultan aterradores por sí mismos: la política, la brujería y el periodismo; un cóctel que logra poner los pelos de punta, especialmente a quienes ejercen el fotoperiodismo de nota roja.
El cine mexicano sigue ofreciendo producciones valiosas dentro del género, aunque muchas veces las dejamos pasar porque nuestra mirada sigue centrada en lo comercial. Apoyar estos proyectos no solo implica darles visibilidad y público, también significa apostar por la diversidad cultural y narrativa de nuestro propio cine. Al final, el terror mexicano nos recuerda que los monstruos pueden estar en las calles, en la historia, en la violencia cotidiana, o incluso dentro de nosotros.
El terror mexicano bebe de nuestras leyendas, de la violencia que respiramos y de los miedos que compartimos como sociedad. Ese es su mayor poder, construir relatos que no solo asusten, sino que también incomoden y reflejen realidades que solemos evitar. Quizá por eso, más que entretenimiento, el horror hecho en México funciona como un espejo en el que no siempre queremos mirarnos.


























