Se les observa por doquier; en la calle vendiendo dulces, chicles o artesanías; laborando como empacadores en centros comerciales, o simplemente pidiendo limosna fuera de templos y hospitales. Son ancianos que carecen de una pensión o esta es tan raquítica, que deben trabajar para pagar sus medicamentos y gastos personales.
Algunos de ellos ya tienen dificultades para caminar, para escuchar o para ver, y da miedo pensar que puedan ser atropellados cuando caminan trabajosamente entre los autos ofreciendo sus chicles, mazapanes o paletas de caramelo de leche.
“Sí tengo hijos, tres, pero uno está en Jalisco y dos viven en Pachuca, pero apenas ganan para sacar adelante a sus hijos, a sus nietos, y yo no quiero ser una carga”, comentaba Isabela “N”, de 76 años de edad, quien vende sus dulces en el bulevar Nuevo Hidalgo.
El caso de Isabela no es único; con unos años menos, numerosos ancianos laboran empacando mercancías en los supermercados, donde se llevan propinas de entre 80 y 200 pesos diarios, dependiendo de la afluencia de consumidores.
“Aquí me siento todavía útil, convivo con muchas personas y me llevo mi dinerito”, asegura Crisóforo, de 67 años de edad, quien se afana en llenar las bolsas con productos y recibir, a cambio, una propina promedio de tres pesos.
La realidad es que todos ellos quisieran tener una pensión digna que les permitiera satisfacer sus necesidades más elementales, sin tener que depender de la ayuda de los hijos. Pero sólo unos cuantos son pensionados del IMSS, y reciben por lo general menos de dos mil pesos mensuales, insuficientes para vivir independientemente y cubrir sus gastos.
Son hombres y mujeres que ya tuvieron una vida productiva, que pagaron impuestos y criaron hijos, nuevas generaciones de mexicanos.
Hombres y mujeres para los que tener acceso gratuito a los servicios de salud, a medicamentos, a una vida con dignidad y cierta comodidad, es un sueño.
Pero la mayoría de ellos trabajaron en la informalidad, por su cuenta, y sin contar con seguridad social, esa que parece no importar cuando se es joven y sano.
Aún ancianos tienen compromisos: un nieto al que ayudar para que siga estudiando; un hijo enfermo y con dificultades para trabajar; un hijo discapacitado que sigue a su cuidado, una hija madre soltera.
Muchos otros son objeto de desdeño y falta de cariño, de compromiso, de la familia que formaron, la que ahora les hace sentir que de no aportar dinero, son una carga para los demás.
Tienen ya necesidad de descansar, de ser atendidos, pero no hay espacio para ello en instituciones públicas o privadas, los que están sobresaturados.
Y es que la apuesta oficial es con los niños, con los jóvenes, de abrirles estancias infantiles, escuelas, pero han pasado más de 30 años en que no se inaugura en Pachuca una estancia para atender ancianos en la última etapa de sus vidas.
“Pues sí, a lo mejor me muero de un infarto aquí en la calle, pero ni modo, si quiero comer tengo que trabajar”, afirma Eloisa, quien vende nopales, habas verdes, cilantro y cabezas de ajo en un tianguis de Mineral de la Reforma.
Definitivamente como sociedad, y como humanos, tenemos un compromiso pendiente con los ancianos.