«Las jarras de vino cayeron y fueron degolladas / como si fueran gacelas heridas / que manasen sangre de sus hocicos; / el aura del céfiro sopló en el aire / y las ramas se besaron, / mientras nosotros parecíamos demonios / y las copas las piedras que nos lanzaban.» Hemos leídos los versos que legó Ibn Shuhayd, un poeta hispanoárabe del siglo XI que habitó en la región sur de al-Ándalus. El poema, aunque en una primera intención no lo parezca, es la descripción de una orgía donde el vino es la metáfora más importante, pues viene a significar el deseo y el acto sexual. Las víctimas, los cuerpos violentados, son atractivas por su fragilidad sin importar de si se trata de un hombre o una mujer, pues así como el viento de primavera –el céfiro– besa sin distinción a todas las ramas, los bebedores de la uva rompen con los hocicos de sus trofeos para beber de sus sangrandes hocicos.

«Nuestra borrachera era tan grande / que nos empeñábamos en hacer lo prohibido; / arrojamos al suelo nuestros bonetes / y arrastramos los cabos de nuestros turbantes; / cantaban las cantoras y les contestaban / los gañidos de las gacelas; / nos levantamos dando palmas / y danzando con las cabezas.» Esta segunda parte del poema es la que sustenta el significado de la primera. Resulta interesante que el islam haya sido quien introdujera la poesía erótica en la península ibérica, misma que, con la soberanía del cristianismo, se vería censurada, más no eliminada, pues la poesía mística fue su nuevo refugio. Los versos que aquí aparecen encierran una melodía orquestada por las cantoras y la respuesta que a éstas dan las gacelas sometidas, hasta que un efebo aparece. Veamos.

«Cantó un joven, de los pajes reales, / vástago de los reyes sudarábigos; / se quejaba suavemente del peso de sus zarcillos / y protestaba por la carga de sus amuletos, / no sentía vergüenza de que las jóvenes le besasen / los labios y las mejillas; / ni de que le ofreciesen los frutos de sus pechos, / ni de que le apretasen a sus ceñidores / fingiendo ignorar el deseo despertado / faque conocían perfectamente.» Un adolescente llega a la cámara de la lascivia e inmediatamente es tentado por las mujeres que allí se encontraban, sin embargo, éste parece despreciarlas, pues su cuerpo, la vasija de vino que él representa, está reservada para quien sepa romper su hocico de gacela. La tentación se pasea entre la multitud.

De entre todos los hombres allí reunidos uno queda cautivado por el efebo, eso nos dice Ibn Shuhayd en los últimos versos de este poema: «Yo le seguí hasta la puerta de su casa, / porque hay que seguir a la pieza hasta alcanzarla, / le até con mis riendas / y fue dócil a mi bocado. / Fui a beber a los pozos del deseo / y pasé por encima de la vileza del pecado…»

La afrenta a dios ha sido hecha. La gacela ha muerto. Su sangre, el vino, ha sido bebida y la embriaguez ha cerrado el circular rito de placer al que los musulmanes del poema se han entregado. Como éste, existen más poemas del siglo XI de lo que conocemos como el esplendor de la poesía hispanoárabe. Adentrarnos en la potencia de sus versos es esencial para conocer el erotismo árabe.

El año 1100 fue glorioso para la lírica árabe, pero funesto para el islam de al-Ándalus, pues las misiones de reconquista cristiana comenzaron a someter a los califatos. Una imagen perturbadora, por su contraste, se nos presenta: dentro de los palacios árabes las gacelas se desangran de placer, mientras que en las llanuras de la península los infieles son atravesados por el acero de Cristo.