«-Si yo por males de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde, y rendido: “¡Yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante!”?».
El mundo carece de sentido, o al menos de uno inmanente. Es la abstracción de la realidad que cada individuo hace lo que le otorga un orden y un lugar a sus actos. Nombrar es fundamental para que lo pensado se materialice, de esto nos habla el Antiguo Testamento: “En principio era la palabra, y la palabra estaba con Dios y Dios era la palabra”. ¿Qué nos dicen los primeros enunciados del Génesis? Que el mundo existe hasta que es nombrado. Dios es verbo, es palabra y es acción. Nombrar, decir. El sentido del mundo está determinado por nuestras palabras, dichas y/o pensadas.
Revisemos la cita con la que este breve texto comienza, corresponde al capítulo I de la primera parte de ‘El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha’, cuyo autor, conocido por muchos, es Miguel de Cervantes, la máxima lumbrera en prosa del Siglo de Oro español. Esta cita es importante porque es la primera vez que don Quijote habla y lo hace, precisamente, para enunciar y dar sentido al mundo, a su mundo, aquel en el que anhela vivir. Pero vayamos un poco antes en la historia, ¿quién es don Quijote antes de convertirse en caballero? Él es un buen lector, dedicado a los cantares de gesta, y en la novela se nos menciona que pasó tanto tiempo leyendo poesía épica que “se le secó el cerebro”. Don Quijote está disgustado con su realidad y el recurso inmediato que tiene para modificarla es la literatura.
« -Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de “Bueno”. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentado en cabeza propia, las abomino.»
Esta segunda cita pertenece al último capítulo de la segunda parte de la misma novela. ¿Qué ha pasado aquí? El mundo ha vuelto a ser enunciado, pero desde otra trinchera. ‘El Quijote’ comienza cuando nuestro personaje se asume como un auténtico héroe caballeresco, y es hasta el final de la obra cuando se nos revela su verdadero nombre; el poder de la palabra se hace sentir, aquello que leímos en el Génesis se apodera del relato: la palabra es Dios.
Don Quijote de la Mancha y Alonso Quijano, el primero representa la vida y el segundo, la muerte. Quijote es un iniciado, Alonso, un profano. ¿Por qué volver a mirar hacia el mundano reino cuando se ha alcanzado la cima? Quijote es engañado en la novela por sus “amigos”, pues ellos ven caos en la vida de nuestro caballero andante, sin embargo, el caos no es más que nuestra falta de entendimiento hacia aquello a lo que no hemos dotado de un sentido. Durante los más de cien capítulos de la obra Don Quijote se sobrepone a las circunstancias, pero cuando muda nuevamente a su nombre de pila, fallece. Pensemos qué nombre queremos llevar y con qué palabras significar el crisol vital.