“Allá en la Chinameca/, donde te traicionaron,/ tu sangre está brillando/ como un rayo de sol,/ y tu nombre en la historia/ cubierto está de gloria/ con lágrimas de un pueblo/ que te tributa honor…”
El corrido Mi general Zapata, atribuido a Agustín Niño o al “dominio público”, se escucha aún con fuerza en comunidades campesinas e indígenas de la sierra, la montaña, el valle, la selva y el desierto; en los cuatro puntos cardinales de la geografía mexicana y aún más allá de las fronteras políticas (que no culturales). Se escucha al compás de vihuela, redova, tambora, guitarrón, bajo sexto, jarana, acordeón, marimba, salterio y tuba, y bajo todas las formas que adopta el mariachi, según los modos de cada región. Fue grabado por cantantes famosos y se reproduce en radios y otros aparatos electrónicos. Pero también lo interpretan cancioneros al pie de tinacales de pulque, tríos de cantinas y musiqueros de esquina; lo canturrea, solitario, el campesino que con machete en un hombro y morral en el otro, regresa de la milpa, vereda abajo, donde lo esperan echando tortillas al comal. En las voces, requinto, arpa y guitarra del Dueto América, se percibe entrañable, atemporal, de una solemnidad, respeto y cariño campesinos.
“Al pie de tu sepulcro,/ mi general Zapata,/ en nombre de la patria/ yo te ofrendo una flor;/ valiente guerrillero,/ bendito hijo del pueblo,/ tu México te admira/ y alaba tu valor…”
Son 98 años desde aquel 10 de abril cuando, a traición orquestada por el naciente régimen “revolucionario” y sus Fuerzas Armadas, fue asesinado el calpuleque o dirigente tlahuica de los campesinos de Anenecuilco, Morelos, y general de los pueblos sureños en armas durante la bola o Revolución Mexicana. Emiliano Zapata Salazar, comandante del Ejército Libertador del Sur, contaba con 39 años al momento de caer en una emboscada cobarde, indigna, ejecutada por la fracción constitucionalista de la Revolución que se encaramó en el poder desde entonces. Era 1919.
“También brindo mi canto/ para tus generales,/ aquellos hombres leales,/ valientes como tú./ A ellos una rosa,/ a ti verdes laureles/ para ceñir tus sienes,/ mi gran jefe del Sur…”
Una vez levantado en armas, en 1910, no claudicó, no se rindió, no se vendió. Incorruptible, no “pactó”, no se aplacó; sólo muerto dejó de pelear por “tierra y libertad” y por el respeto a los derechos, los montes y las aguas de los pueblos originarios, una lucha contra el despojo que si bien venía de siglos atrás, la bola suriana reimpulsó hasta nuestros días. “Esos que no tengan miedo, que pasen a firmar”, habría dicho como una manera de informar que ya estaba concluida la redacción del Plan de Ayala y que tal programa no tenía punto de retorno: por la Revolución era morir o ganar. El documento, en náhuatl y español, fue firmado por representantes de decenas de comunidades, quienes luego realizaron el juramento de bandera. Firmaron también la insignia de tres colores, con un escudo donde un animal de la tierra y uno del cielo se trenzan en una batalla. Era 28 de noviembre de 1911.
“Ay, ay, ay,/ descansa en paz/ bajo el cielo que amaste,/ donde vive tu frase/ de Tierra y Libertad…”
El Plan de Ayala consignaba la determinación de “continuar la revolución principiada […], hasta conseguir el derrocamiento de los poderes dictatoriales que existen”. En su párrafo sexto, se determinaba “que los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados, científicos o caciques a la sombra de la tiranía y justicia venal, entrarán en posesión de estos bienes inmuebles desde luego, los pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos correspondientes a esas propiedades, de las cuales han sido despojados, por la mala fe de nuestros opresores, manteniendo a todo trance, con las armas en la mano, la mencionada posesión […]”. El séptimo agrega que “en virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos, no son más dueños que del terreno que pisan, sufriendo los horrores de la miseria sin poder mejorar en nada su condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura por estar monopolizadas en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas, por esta causa se expropiarán, previa indemnización de la tercera parte de esos monopolios, a los poderosos propietarios de ellas, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos o campos de sembradura o de labor y se mejore en todo y para todo la falta de prosperidad y bienestar de los mexicanos”. Miliano, como le llamaban en los pueblos, cargó con dignidad la responsabilidad que le asignaron las comunidades. A ese mandar obedeciendo campesino e indígena se le llamó zapatismo, pero nunca fue un movimiento de un solo hombre, por muy brillante y responsable que fuera. Hoy se discute entre los pueblos, tribus y naciones indígenas de México la constitución de un Concejo Indígena de Gobierno. El espíritu, e incluso partes literales de la redacción, del Plan de Ayala de 1911 es totalmente vigente. Entre los despojadores habría tal vez que añadir las maneras en que se hacen llamar hoy: mineras, trasnacionales, agroquímicas, biotecnológicas… Zapata y el zapatismo nunca se han ido. El Congreso Nacional Indígena carga dignamente con una responsabilidad que de Ayala, y mediante el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, ha heredado. 2018 ya está a la vuelta de la esquina.
“Adiós, celosa madre;/ adiós, Cuautla, Morelos,/ la que guarda en su seno/ al hijo que la amó./ Adiós, don Emiliano,/ mi general Zapata,/ en nombre de la patria/ recibe blanca flor…”.