Escasos como él –nulos podría ser el término adecuado–, perfeccionista en las formas, dueño de escenarios que transitan del sueño a la realidad despoblada, colores, inmundicia, hedonismo; es el cuerpo decadente sin ánimas que le recen, vida que yace en ilustraciones, nombre que poco dice, reclamo al olvido.
Julio Ruelas así desprende su obra, sinónimo de fineza que llevó sus líneas a experimentar lo más trágico del tiempo que le tocó habitar, enfrentando miedos hasta retratar penas morales, exigencia del cuerpo, deleite anónimo que se sacia a escondidas.
No obstante, apenas se le recuerda, no es pintor de todos los gustos y a menudo se le ningunea. Es simple, su historia familiar lo ha condenado a ojos de extraños, y su tradición signa épocas condenadas por narraciones oficiales, reflejo del dogma posrevolucionario.
Pero es un hito en el arte mexicano, su imaginario remite –por donde quiera entenderse– a trazos que serán aplaudidos en Davis Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, María Izquierdo y Leonora Carrington: cosmovisión peregrina del cielo al inframundo.
Pintor, dibujante, Julio Ruelas nació en junio de 1870 en Zacatecas, hijo de un político que obtuvo las gracias de Porfirio Díaz –aristócrata en el amplio sentido de la palabra– tuvo educación al alcance que le permitió estar actualizado de los movimientos culturales en América y Europa.
Precisamente su padre se desempeñó en la cartera que hoy equivale a Relaciones Exteriores, sin embargo, contrario a las exigencias del momento no halló en Francia su camino, pues Alemania fue su motor y fundamento, escuela que le atrajo al punto de explotarla con variantes claras del entorno mexicano.
En cierto modo es factible comprar su familia con los Rivas Mercado: si Antonio afinó sus técnicas en Europa para convertirse en uno de los arquitectos preferidos por el régimen porfirista y su hija buscó continuar enseñanzas –sin lograrlo plenamente–, los Ruelas lo consiguieron en lo literario y pictórico.
Así, sus primeros estudios formales quedaron cimentados en la Academia de San Carlos, semillero abundante ya iniciado el siglo XX, para luego culminarlos en la homónima de Karlsruhe, donde el llamado “satanismo” a manera de corriente captó su atención de inmediato, incluso, de Arnold Böcklin la adaptación fue más que evidente.
En ambos la naturaleza se nutre de la muerte, es un objeto peculiar que amalgama aullidos y sepulcros abiertos al mundo conocido. Pero en Julio Ruelas también conviven seres mitológicos que departen el amor cortesano hasta adueñarse de convicciones y deseos; no es la idea decimonónica del romanticismo sino el minuto previo del pecado.
Por ello, su obra bien puede ser continuación de William Blake, de quien sería irresponsable descartar cualquier tipo de acercamiento, tomando en cuenta las ilustraciones que acompañan a “El matrimonio del cielo y el infierno”, aunque en Julio Ruelas el binomio dolor-remordimiento se apropia del género humano en su forma íntima.
Justamente en ésta las figuras humanas son observadas –¿envueltas en tentación?– por demonios y seres alados cuyas siluetas femeninas transgreden escenarios para situarse en segundo plano; es combinación entre lo sacrílego y terrenal, llamado de la carne por la carne.
Aunado a esto, Julio Ruelas además es ícono del Modernismo mexicano, corriente desvanecida cuando el siglo pasado apenas despertaba y que tuvo en el poeta Enrique González Martínez a uno de sus mayores defensores. Justo aquel movimiento en sus orígenes tuvo como bandera la denominada “Revista moderna” que impulsó desde todos los flancos posibles Jesús E. Valenzuela, hombre de letras.
A manera de correspondencia con esta avanzada, sus ilustraciones fueron compañía de extractos líricos de José Juan Tablada, Efrén Rebolledo y de Amado Nervo, entre otros, tradición que poco a poco fue perdiéndose, símbolo de compromiso intelectual de aquellas generaciones.
Sobre su muerte todavía pesan “leyendas”, afirmaciones que dan cuenta de locura, enfermedades complejas que no tuvieron cura, por lo cual en 1907 pereció en Francia, la otra luz que supo disfrutar entre misterios, último lugar de residencia que lo custodia en silencio.