La lombriz se agita.

Parece enfurecida por la necesidad de comida.

Pasaron las horas y el mediodía me sorprende manejando, sin más alimento que el café negro que tomé al levantarme; la 31 poniente cargada de coches, de ida y vuelta.

Al pasar la 19, el olor a mantequilla frita se mete por la ventanilla y sin pensarlo busco un lugar.

Tortas y empanadas, o pastes, como los llaman en Hidalgo –Estado que debe sentirse orgulloso de su Real del Monte, pueblito mágico con un aire inglés; soportado por la memoria de sus muertos, la mayoría explotados en las cavernas que les dieron una vida prematura a cambio de un poco de dinero que llevar a sus hogares.

La lista es variada: desde la clásica de milanesa con quesillo, pasando por la de pierna adobada, queso de puerco o huevo con jamón.

Me inclino por la última y mientras la preparan me despacho un Boing de guayaba; sabe igual que cuando lo tomaba de niño –en envase de tetra pack en la primaria–, pero la verdad, con los cambios que he visto en estos últimos 40 años, ya dudo de lo envasado o embotellado: todo con azúcar en exceso, saborizantes, colorantes, sodio y cuanta porquería nos comemos a diario sin conocer realmente el contenido de los alimentos.

Bueno, venga ese refresco, frío para mitigar el hervor que corre por todo el cuerpo gracias a los casi 30 grados que asolan las calles.

–Aquí tiene su torta.

–Muchas gracias señorita.

–¿Dónde puedo lavarme las manos?

–El baño no sirve.

–Mh, ¿tiene gel?

–Sí, aquí está.

Me embadurno las manos con este líquido dizque mata bacterias –ese que se utilizó con exageración para limpiar los cajeros automáticos tres y cuatro veces por día cuando al Secretario de Salud se le ocurrió sembrar el pánico diciendo que estábamos en riesgo de sumarnos a una epidemia y que al final de cuentas resultó un chisme utilizado para adormilarnos.

Por si las moscas envuelvo la torta en una servilleta y antes de llevarla al matadero, la miro con detenimiento: observo la telera, el queso, el huevo hecho una tortilla con jamón, la lechuga, el aguacate y todos los ingredientes ahí enfiestados para agasajar al comensal.

Pierdo la cuenta de cuánta gente participó en la elaboración de este bocadillo, pero trato de identificar a cada uno, desde quien sembró el trigo, lo cuidó, cosechó, vendió, quien lo procesó para hacer la harina y luego el panadero que también ocupó la mantequilla que se extrajo de la vaca; el fuego que horneó la pieza en un artefacto construido por un herrero que utilizó metal extraído de las minas, trabajado por obreros que luego lo procesaron en las fundidoras.

La siembra de los chiles, los campesinos levantando las lechugas o pizcando los aguacates; los camiones rebosantes que llevan el recaudo a los mercados; la mayonesa, la sal; cada ingrediente que pasó por un largo proceso desde que fue ideado hasta que llegó a la tortería.

La torta se me revela como un universo en el que confluyen las manos trabajadoras de miles de mexicanos que hacen posible conjuntar en un solo producto tanto trabajo.

Los 26 pesos que me cuesta son irrisorios para este ejército que intervino en su preparación.

Disfruto el primer bocado y degusto todos los sabores convertidos en uno solo: el de la torta de huevo con jamón.

Mientras desaparece, bocado a bocado, pienso con desprecio en el arroz de plástico y los huevos clonados de los chinos.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

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@ALEELIASG