Oliver resulta preocupante ya. En los últimos días el niño de 7 años ha lucido desganado, triste, desinteresado en correr y jugar, con problemas para concentrarse y, contrario a lo habitual, llega sin la tarea, sin bañarse, con el uniforme arrugado y solo con dinero para comprarse una torta. Finalmente, en brazos de su maestra, el pequeño confía entre lágrimas: “mis papás se pelearon y mi mamá se fue con mi abuelita a Molango, la extraño mucho, no sé cuándo va a regresar”.
Ser maestra encierra muchísimos retos para quienes, con auténtico deseo de servir, aprendieron en las aulas o en la práctica cómo enseñar a sumar, a leer, pero también a formar individuos sociales, útiles a ellos mismos y a los demás. “Somos psicólogas, enfermeras con recursos extralimitados, mediadoras en conflictos de todo tipo, trabajadoras sociales, guardaespaldas, confidentes, árbitros, proveedoras y en ocasiones, sustitutas de mamás”.
Hoy se celebra el Día del Maestro, una fecha especial para 35 mil 400 docentes de escuelas públicas y privadas que, consideran, se ganan el reconocimiento “a pulso, cuando eres humana, sensible, comprometida; cuando antepones la actitud a la aptitud, no limitas tu actuación a la enseñanza y te involucras con la situación individual de tus alumnos… y es que trabajamos con seres humanos, con niños, no con máquinas que pueden descomponerse, repararlas o desecharlas”, afirma Lessy, profesora de primaria en Pachuca.
Ella es una licenciada en Historia con una avanzada pero inconclusa Maestría en Historia del Arte, que ha impartido los seis grados de primaria, que ha debido aprender las técnicas y trucos para enseñar, pero sobre todo, a entender y contribuir positivamente al entorno social de sus alumnos y de la profesión.
Llegó Lessy a las aulas “por azares de la vida” y está próxima a cumplir diez años en esta tarea, “que consideré adecuada para costearme la maestría, pero que me capturó y sacó a flote mi verdadera vocación”.
Una vocación que le permite, abunda, “enseñar los conocimientos contemplados en los programas educativos; a enseñarles a ser amorosos, respetuosos y responsables con ellos mismos y con los demás; integradores en una sociedad en constante evolución; a tener ideales, metas por cumplir y luchar por ellas; a ser ambiciosos pero sin pasar por encima de los derechos de los demás, y también a entender que la meta no es un título profesional o acumular riqueza, sino a disfrutar de lo que se hace, a hacer las cosas bien y ser cumplidos… el éxito llega aparejado”.
En esta década Lessy se ha convertido en un cúmulo de experiencias: desde lidiar con madres de familia “que consideran a sus hijos como especiales, únicos, y que llegan a explicarme cómo tratarlos”, hasta denunciar casos de abuso sexual y físico a las autoridades, entregar de mano a mano a niños cuyos padres han sido amenazados de muerte, “o hablar sobre cáncer con un niño de 9 años, enfermo, que me suplicó que le explicara, pues tenía mucho miedo y sus papás no lo hablaban con él”.
Además, la habilitada docente ha debido aprender a adaptarse, a integrarse, pero también a hacer valer sus ideas y principios, en un mundo laboral en donde el promedio de edad es de 45 años en docentes y entre 55 y 70 años en directivos. “Tuve tanto miedo a la evaluación docente… pero la pasé y fui muy felicitada por mis compañeros”.
Recuerda que “cuando comencé en la docencia me decían ‘esa chamaquita’. Les importaba más mi edad que mi falta de experiencia… las dos se resolvieron con el tiempo”, asegura entre sonrisas.
Ingresar al magisterio significó para Lessy enormes retos y 18 horas de trabajo diarias para aprender, a gran velocidad, lo no aprendido en una escuela normal, y con el tiempo, a base de errores y aciertos, a “tratar” con compañeros, padres de familia, autoridades educativas y sindicales, “pero sobre todo a las mamás… estuve a punto, muchas veces, de arrojar la toalla; eso sí, nunca han logrado intimidarme”.
Sin embargo, tratar con casos de pequeños con discapacidades motrices o intelectuales, “con madres que son capaces de bajar de La Raza y caminar con el hijo en brazos –por falta de recursos para pagar transporte-, hasta el DIF Hidalgo o el Hospital General, a recibir terapias; con docentes siempre dispuestas a enseñarme, a aconsejarme, o con aquellas que me criticaban por usar de mi dinero para pintar el aula o comprar cortinas, por dedicar dos horas extras a atender a padres de familia al final de clases. Pero sobre todo, he aprendido a disfrutar de la gran capacidad de amar, de cambiar, de aceptar, de los niños, me hizo más humana; terminé de dejar los conflictos de adolescencia atrás”.
Hoy Lessy se siente orgullosa de que directoras como “mi querida Celia; Lirio, a quien considero mi amiga también”, además de otros maestros e inspectores de zona, elogien su trabajo.
“Mi mejor reconocimiento me lo dio una compañera, Lulú, ahora ya jubilada, quien me dijo: ‘pues no tendrás el título pero eres de las mejores maestras que he conocido; ojalá y hubiera muchas como tú’”.
Los planes de restauradora de piezas de arte quedaron atrás para Lessy.
“Ahora tengo algo más valioso con qué trabajar, y muchas veces, lamentablemente, para reparar también: la formación de mis pequeños alumnos, que algún día, con título profesional o sin él, espero encontrarlos y ver que son felices, que han sabido aceptarse y aceptar a los demás, que son honestos y productivos, y que aprovechan las muchas o pocas capacidades que la vida les dio”.
Su próximo reto: costearse la maestría de Psicología en la Educación… y algún día concluir la de Historia del Arte.
Su gran placer: “seguir visitando museos, exposiciones, disfrutar del teatro y la música… del arte en general”.
“Y de los abrazos, besos, mensajes, cartitas y el trocito de chocolate de mis niños, y del reconocimiento de muchas mamás y papás… ¡hombre! Soy humana, necesito de estímulos”.