Ninguna conciencia puede aprender por otra. Ningún maestro, por docto que sea, puede sustituir a sus alumnos en lo que sólo a ellos, como conciencias activas y con potencial de experiencia, les es dable: aprender. He aquí, sin pretensiones de exhaustividad, una de las premisas a considerar en la reflexión sobre dos componentes distintos, pero interrelacionados: los alcances y posibilidades del sistema escolar en la era policontextual, que es la nuestra, por un lado; y por el otro, la ética de la docencia.

El trasfondo de la cuestión es más o menos simple de ver. Las brechas crecientes entre el deber ser y el ser de las competencias que los currículums escolares enarbolan como logros de aprendizaje ofrecen evidencias suficientes para colegir el fracaso rotundo del sistema escolar. En sentido contrario al menguante performance exhibido por el sistema escolar a lo largo y ancho del planeta, crecen sobre éste las expectativas del entorno. Los empleadores demandan que los egresados dispongan de las capacidades profesionales necesarias para resolver en lo inmediato los problemas de sus organizaciones, los gobiernos demandan la construcción de agentes cívicos competentes para hablar y actuar lo público… y, por lo general, todos coinciden en la expectativa de que las escuelas formen buenas personas, buenos trabajadores, buenos ciudadanos, buenos vecinos, buenos músicos, etc.

El desenlace de la paradoja de exigir más del sistema educativo mientras éste ofrece cada vez menos es de pronóstico reservado.  De lo que no hay duda es que la era global, la nuestra, acusa un ascendente proceso inflacionario de la acción pedagógica, explicable en términos generales porque las propias organizaciones experimentan un déficit de competencias para resolver los problemas crecientemente complejos que se les presentan y de medios técnicos para generarlos por sí mismas. Adicionalmente, habría que tener en cuenta que los ciclos de vida útil del conocimiento se han acortado dramáticamente. Casi sin importar la profesión que una persona haya aprendido, es un hecho que esos conocimientos le serían inútiles en un lapso de cinco años.

He aquí el contexto dramático en el que se inscribe el obrar docente, y un par de preguntas éticamente relevantes, ¿de qué es directamente responsable el docente y, por ser tal, y de qué manera resulta moralmente juzgable? Las respuestas posibles abren un haz amplio de posibilidades. En mor de lo posible, advierto dos opciones contrastables.

Primera. El maestro es éticamente responsable en exclusiva por lo que enseña, es decir, por lo que el “notifica” a sus alumnos o añade de nuevo como partícipe escolar; y, en modo alguno, lo es por lo que sus alumnos aprenden. Un soporte argumental a esta postura es de carácter ontológico: “ningún maestro puede aprender por sus alumnos”, como tampoco, podría decirse, puede interesarse o desear aprender por sus alumnos.

Segunda postura. El maestro es éticamente responsable por lo que enseña, pero lo es más por lo que sus alumnos aprenden. Lo es, no porque pueda aprender por ellos, situación que está fuera de discusión, sino en razón de elecciones libremente asumidas: abrazar la profesión, contratarse para fungir como maestro y percibir un salario por ello.

En tanto que debate ético, vale precisar que lo de menos es invocar el código de la verdad para dilucidar lo que amerita. Se puede asumir una postura o la otra, pero no porque una sea verdadera o falsa, sino por las experiencias de valor que la conciencia (moral) reconoce en sí.

Es posible, y de hecho es bastante común, que los practicantes de esta profesión se desentiendan de la responsabilidad por lo que sus alumnos aprenden. Eso los hace candidatos a ser practicantes desencantados de su profesión. No comparto esa postura, sobre todo cuando se asienta en la falacia de que “como no puedo aprender por mis alumnos (juicio de hecho), no tengo por qué asumir responsabilidad sobre sus aprendizajes (juicio de valor)”.

También posible, aunque por desgracia no tan común, resulta la postura docente de hacerse responsable por lo que los alumnos aprenden. Y no, en absoluto se trata de un ir en contra de la tesis descriptiva (verdadera) de que “ningún maestro puede aprender por sus alumnos”, sino de una elección ética. A los practicantes de esta postura, entre los cuales me adscribo, puede cabernos el mote de “encantados” o “ilusos”, por extender la responsabilidad de nuestro obrar hasta las experiencias de un ámbito ajeno: la conciencia del aprendiz.

No pretendo reeditar aquí la confronta con el nihilismo. Baste por ahora con sembrar la duda en torno al tipo de ética docente que reclaman nuestros tiempos; y, si se quiere ir más allá, de los rendimientos esperables entre las opciones éticas descritas. En mis casi 30 años como docente me ha tocado coexistir mayormente con los practicantes desencantados, muchos de ellos incluso extraordinarios y congruentes con la responsabilidad por lo que enseñan, pero de escasos alcances como agentes de transformación y, a la larga, inoperantes frente a los desafíos epocales.

Yo creo que nuestro tiempo reclama maestros ilusionados (éticamente ilusos), que experimenten la responsabilidad por el aprendizaje y las energías positivas del cambio posible e incluso probable. Al margen de ello,  lo que queda es la condena de los docentes a vivir su profesión como víctimas de los tiempos educativos, en el que las expectativas crecen y los logros se extinguen. Ya sé que a los diseñadores de nuestra reforma les es ajeno el docente y su ética, pero aún así apuestan a la formación en valores. Eso excede lo iluso.

 

@franbedolla

*Analista político