La petición de renuncia de los consejeros del INE emitida por la agrupación Ahora pone el dedo en la llaga de la viabilidad de la democracia electoral y, más aún, de la estabilidad del Estado mexicano, de cara a las elecciones presidenciales de 2018.

El argumento, que es la captura del Instituto por los socios partidistas (PRI, PAN y PRD), dista de ser nuevo; en cambio ofrece evidencias puntuales sobre los nombres y las siglas, las cuotas y los cuates, así como el modus operandi y sus perversas consecuencias. Reducir el debate a mera disputa de si se van o se quedan, aderezada por la sinceridad u oportunismo de las motivaciones de los promotores de la defenestración, entraña un ejercicio peligroso, por estéril, además de que muestra el simplismo y la banalidad de quienes operan como porristas.

Detrás de lo evidente y ya de por sí grave, que es la pérdida de autonomía del INE, subyace un problema mayor: el quiebre del basamento de connivencia/convivencia de los tres socios secuestradores, imputable a la emergencia de Morena, un competidor que hace virtud de su exclusión de la citada comitiva que controla al INE, en una coyuntura progresiva de hartazgo social, que hace confluir espontáneamente la postura polar de AMLO con las instituciones del régimen con la desconfianza ciudadana hacia éstas. Por si eso fuese poco, las elecciones en Coahuila y el Estado de México revelan, además de la inoperancia del INE en los aspectos críticos de la competencia, la desaprobación de su actuación por parte del PAN y el PRD, dos de los tres socios, cuyos incentivos hoy apuntan más a sacar provecho de la debilidad de su socio principal (el PRI) que a cooperar con éste.

Hasta hoy, mal que bien, el modelo partidocrático de sujeción del árbitro electoral ha podido resistir los embates de su ostensible parcialidad e inoperancia en las elecciones presidenciales de 2006 y 2012, situación atribuible al peso electoral conjunto del PAN y el PRI y a su recíproca lealtad en tanto que beneficiarios de las alternancias, combinada con la debilidad de la izquierda electoral y el vacío de protesta cívico-electoral.

Hoy, son varias las preguntas relevantes a considerar: ¿podría el INE, expresión de un modelo tripartito y fisurado de gestión arbitral, resistir el embate socio-político desaprobatorio de una organización opacada por la parcialidad y la omisión? ¿Podría hacerlo en las circunstancias de un resultado cerrado entre la primera y la segunda fuerza, incluso contando con el aval de los tres partidos al control del Instituto? O, peor aún, ¿estaría el INE en condiciones de pasar la prueba de fuego del 2018 en caso de que desertara de la comitiva del comando partidocrático una de las tres fuerzas históricas, probablemente el PRD acompañado por algunas de las fuerzas de la izquierda electoral?

A juzgar por los indicios disponibles, estamos ante la crisis terminal del modelo de arbitraje “pripanprerredista”, no sólo porque, al llamado y con los estandartes de elecciones justas y libres, se ha conformado una poderosa fuerza opositora, sino también porque dicho modelo resulta crecientemente disfuncional a una comitiva cuyos intereses tienden a ser opuestos. El trato diferenciado de los casos materialmente similares de Coahuila (a favor del PAN) y del Estado de México (a favor del PRI) ilustran el estado de un matrimonio por conveniencia entre dos cónyuges forzados dentro de la citada comitiva, en exclusión de su histórico socio, el PRD, que apunta a colocarse como el perdedor neto. La crisis terminal del INE, valga la insistencia, obedece a la confluencia de dos tendencias corrosivas: su incapacidad estructural para generar confianza pública y la reconfiguración de la correlación de fuerzas, que lo hace disfuncional para responder conjuntamente los intereses encontrados de sus tres patrocinadores y, además, para satisfacer los reclamos del nuevo protagonista.

En las semanas por venir, veremos si en la opinión pública nacional priva el diagnóstico de la crisis terminal del INE y su receta de baraja nueva de consejeros, elegida bajo criterios profesionales, ajenos a las cuotas y los cuates; o lo hace el diagnóstico de la falta de tiempo y condiciones para relevarlos, acompañada de una apuesta por la continuidad y el llamado a evitar señales de incertidumbre.

En medio del predominio que suelen tener las tendencias conservadoras por sobre las tendencias de cambio, la radiografía de la composición actual del Consejo General aporta un elemento a considerar. En ella, obran dos bandos perfectamente alineados: de un lado, el bando priista, que aglutina a cinco consejeros, bajo el férreo liderazgo controlador de Marco Antonio Baños; y del otro, el bando opositor PAN-PRD, constituido por seis consejeros, bajo el liderazgo gelatinoso, más bien, mostrenco, del consejero presidente, Lorenzo Córdova. Se trata de una constelación favorable al bando priista de Baños, que hace gala de su experiencia y oficio controlador para mantener un bloque compacto de cinco votos, suficiente para vetar cualesquier decisiones de mayoría calificada y siempre en los linderos para configurar, tema por tema, una mayoría favorable a los intereses que representa.

La pregunta técnica a los defensores de la continuidad del Consejo General del INE sería, ¿es posible y, de ser el caso, bajo qué mecanismos, diluir los bloques y las lógicas partidistas, instaurar dentro del Consejo un clima de debate orientado a la satisfacción óptima del interés democrático, y hacer del árbitro electoral ejemplo de imparcialidad, sin relevar de sus cargos a los 11 consejeros electorales? Las alusiones al enrarecimiento del clima político, que tanto gustan a los conservadores y a los consejeros electorales en funciones, apenas y merecen comentario. Sin agregar más, el clima político ya está enrarecido por las muestras reiteradas de parcialidad del INE. La mayor parte del electorado cree, es decir, da por hecho, que habrá fraude en 2018 y que la autoridad electoral será omisa. ¿No es acaso tiempo de mandar una señal diferente, de cara al riesgo elevadísimo de que haya un conflicto postelectoral?

Cualquiera sea la suerte de los 11 consejeros electorales en funciones, no hay mayor lugar a las dudas de que el INE y el modelo de arbitraje que éste representa tienen los días contados y no van más allá del 2018. La apuesta proactiva es tomar los riesgos de hacerlo desde hoy para evitar las certezas de conflictos irreversibles en el corto plazo. Esperar a ver qué pasa después del 2018 dista mucho de ser la opción menos riesgosa.

 

* Analista político

@franbedolla