Lo primero que hicieron varios individuos musculosos fue sacarme el teléfono celular. Me habían interceptado en la calle al salir de una entrevista en la ciudad natal del finado presidente Hugo Chávez y me habían metido en una camioneta negra.
El corazón me latía fuerte en el asiento trasero, entre los hombres y dos mujeres. Vi unas viviendas de bloques de hormigón y traté de recordar las clases que había tomado antes de venir a Venezuela sobre cómo manejarse durante un secuestro. La recomendación era tratar de hacer que la vean a una como un ser humano.
“¿Qué hacemos con ella?”, preguntó el conductor. El hombre a mi lado se pasó una mano por el cuello, como diciendo que había que degollarme.
¿Cómo responder a eso?
Yo pensaba que por ser una corresponsal extranjera estaba protegida del creciente caos de Venezuela. Pero el país se descomponía a paso acelerado y yo estaba por comprobar que no hay forma de mantenerse al margen.
Vine a Caracas como corresponsal de la Associated Press en el 2014, justo a tiempo para presenciar la acelerada gestación de una catástrofe humanitaria.
Venezuela supo ser una nación en ascenso, impulsada por las reservas de petróleo más grandes del mundo, pero cuando llegué, los altos precios del petróleo no podían impedir la escasez ni una fuerte inflación.
La vida en Caracas, no obstante, estaba todavía marcada por el optimismo y la ambición. Mis amigos compraban departamentos y autos y tenían ambiciosos planes profesionales. Los fines de semana nos íbamos a las prístinas playas caribeñas y bebíamos whiskey importado en locales nocturnos que permanecían abiertos hasta el amanecer. Había tanta comida accesible que uno de mis primeros reportajes fue sobre una creciente epidemia de obesidad.
En los tres años siguientes me despedí de la mayor parte de esos amigos, y también del servicio telefónico de larga distancia y de ocho aerolíneas internacionales. Me acostumbré a cargar pesados fajos de billetes que cada vez valían menos para pagar por la comida. Seguíamos yendo a la playa, pero volvíamos temprano para evitar los asaltantes que operan al anochecer. Los semáforos pasaron a ser un objeto decorativo ya que nadie paraba en ellos por temor a que les robasen.
No había una guerra ni un desastre natural. Solo una mala administración que llevaba al país a la ruina y que dio paso a una catástrofe nacional cuando los precios del petróleo se vinieron abajo en el 2015.
A medida que las cosas empeoraban, el gobierno socialista intensificó su retórica antiimperialista. El día que me metieron en una camioneta negra en Barinas, la ciudad donde Chávez pasó su niñez, coincidió con una ola antiestadounidense alentada por el gobierno. La Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (conocida por sus siglas en inglés, DEA) acababa de encarcelar a sobrinos de la primera dama en Nueva York, acusándolos de tráfico de drogas, y en todo el país afloraron de la noche a la mañana pintadas que decían “Gringo, go home”. En el edificio donde están las oficinas de la AP apareció una imagen del presidente estadounidense de entonces, Barack Obama, con orejas del ratón Mickey.
Trataba de iniciar una conversación inocente con los hombres que me habían capturado cuando pasamos por un muro alto, con alambre de púas, y alcancé a ver el logo de la policía secreta. Aliviada, me di cuenta de que no me estaban secuestrando, sino que estaba detenida.
Una vez adentro, los individuos me apuntaron con una cámara para interrogarme. Uno dijo que yo terminaría como un periodista estadounidense que habían decapitado hacía poco en Siria. Otro me dijo que si le daba un beso, podía irme.
El hombre que manejaba la camioneta dijo que me retendrían hasta que la DEA aceptase cambiarme por los sobrinos de la primera dama. Me acusó de ayudar a sabotear la economía. “¿Cuánto te paga Estados Unidos para que seas su espía?”, preguntó.
El gobierno del presidente Nicolás Maduro culpa a Estados Unidos y a los intereses económicos de la derecha por el derrumbe de la economía, pero la mayoría de los economistas dicen que el deterioro económico es consecuencia de las distorsiones en los precios y la moneda generadas por el gobierno. A menudo daba la impresión de que había una relación directa entre las políticas económicas y las penurias de la vida diaria. Una semana, el gobierno declaró que los huevos no se podían vender a más de 30 centavos de dólar el cartón. A la semana siguiente desaparecieron los huevos de los supermercados.
Al principio, la escasez de productos parecía algo intrascendente. Mis amigos venezolanos estaban acostumbrados a ir a Miami de compras. Cuando yo viajaba a Estados Unidos, me pedían que les trajese perfumes, chaquetas de cuero, iPhones y condones. Generalmente yo me llevaba dos valijas casi vacías para poder traer todo lo que me pedían, además de comida y artículos de aseo personal. A medida que se profundizaba la crisis, resultaba más difícil cumplir con los pedidos, que comenzaron a reflejar dramas personales. Medicinas para problemas cardíacos. Drogas para tratar la epilepsia de menores. Píldoras para forzar abortos. Máscaras de gas.
Y las cosas iban a empeorar más todavía. La primera vez que vi gente haciendo cola frente a una panadería cerca de mi casa me detuve a sacar fotos. Qué locura: Una cola para comprar pan.
Poco después apareció el hambre. La gente buscaba comida en la basura a todas las horas del día. Se comían vegetales descartados y pizzas húmedas en el mismo lugar. Parecía que se había tocado fondo. Hasta que el panadero de mi barrio empezó a organizar colas todas las mañana, pero no para comprar pan sino para comer los desperdicios.
La gente esperaba su turno para escarbar a ver qué encontraba en bolsas negras con lo que la basura de la panadería. Una mujer encontró una caja de migajas de pastelillos. Un adolescente buscaba cartones de jugos para beber lo que quedase.
El derrumbe fue tan rápido que todavía quedan algunas muestras de los buenos tiempos. La capital aún cuenta con restaurantes elegantes, aunque las mesas están a menudo vacías. Sigue habiendo concesionarias de autos de lujo frecuentadas por gente con acceso a los dólares o que se hizo rica con la corrupción. Muchas venezolanas tienen cuerpos esculpidos por cirujanos plásticos y sonrisas dignas de una estrella de cine, producto de años de aparatos y de blanqueamientos profesionales.
Al mismo tiempo, la delincuencia es tan común que ya casi ni se repara en ella incluso en los sitios más exclusivos. Una tarde pasé caminando junto a dos hombres con cascos montados en una motocicleta que hablaban con clientes en el jardín de un restaurante. Cuando le pedí a la cajera una botella de agua, me dio una mirada extraña. Cuando los hombres se fueron, me explicó que acababan de robar a todos los presentes, arma en mano. ¿No me había dado cuenta?
La gente rara vez pide ayuda y no es difícil entenderlo si se toma en cuenta que la tasa de asesinatos es hoy la más alta del mundo. Matones asesinaron a un joven médico en mi cuadra cuando dejó caer accidentalmente su teléfono celular durante un asalto a plena luz del día. Consciente de lo que le pasó al médico, entregué mi bolso entero cuando me asaltaron unos meses después.
Al final de cuentas, la policía me dejó ir unas horas después de haberme arrestado, advirtiéndome que no regresase a Barinas. Me hicieron subir a la misma camioneta negra y me llevaron al aeropuerto. Allí observaron cruzados de brazos cómo abordaba un avión con destino a Caracas.
Cuando recuperé mi teléfono, estaba lleno de mensajes de otros periodistas. Alguien había visto que me llevaban y había hecho correr la voz de que me habían secuestrado. Pedí a mis colegas que no escribiesen nada, temerosa de que me echasen del país si generaba mucha atención.
Quedan apenas uno de cada tres corresponsales extranjeros que había en el 2014 pues el gobierno no concede acreditaciones nuevas. Fui la última periodista estadounidense que recibió una visa para vivir en Caracas.
Este verano decidí irme del país por voluntad propia, y me fui al aeropuerto con valijas llenas, no vacías.
A esta altura debería mencionar los hermosos loros azul y dorado que sobrevuelan la capital. O citar a Gabriel García Márquez, que alguna vez escribió esto sobre Caracas: “Una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida”. O hablar de la dicha que se siente al toparse inesperadamente con una botella de leche o al tener agua todo el día.
Pero en cambio, pienso en Nubia Gómez, encargada de la limpieza y el mantenimiento del edificio donde vivo y quien lloró cuando le dije que me iba. Hay tanta tristeza debajo de la superficie aquí. La hija de Gómez se fue a España y sus amigos y clientes están también partiendo. Trato de decirle algo reconfortante y comento que las cosas pueden mejorar pronto.
“No, eso no va a suceder”, dice Gómez sollozando. “No va a mejorar. Va a tardar años”.