En el manifiesto titulado “En defensa del Instituto Nacional Electoral”, José Woldenberg, Leonardo Valdés y Jacqueline Peschard, entre otros prominentes miembros de la red electoral forjada en los últimos 20 años, bajo el sello del Instituto de Estudios para la Transición Democrática, nos regalan una sorprendente versión remasterizada del conocido cuento “El zorrito perdido”, que amerita reflexión especial.
En ésta, mamá Zorra (Woldenberg y compañía) nos deleita con las pruebas de su amor materno, incondicional como amerita, hacia su entrañable criatura, el zorrito IFE-INE. Al remembrar sus rasgos, el amor desbordante hace su trabajo: el INE es tan pero tan fuerte que los cambios políticos del México moderno serían inexplicables sin sus energéticas contribuciones; es tan pero tan imparcial y tan autónomo que sustituyó las viejas prácticas autoritarias por las prácticas de la civilidad, la coexistencia pacífica y la alternancia; y es tan pero tan confiable y apreciado que miles y miles de ciudadanos se entregan apasionadamente a sus causas en cada proceso.
Tan idílica descripción, ineluctablemente, invoca a su contraparte, el conejo. Se trata, en este caso, de sectores sociales que confluyen en la así descrita campaña en contra de los 11 consejeros; a saber: oficialistas (?), eclesiásticos, comentaristas y precandidatos (AMLO, para hacerlo explícito). Y sucede que en la perspectiva conejil, el IFE-INE es tan pero tan enclenque y sumiso a los partidos políticos y los poderes fácticos, que provoca lástima; es un árbitro tan pero tan maleta y tan parcial, que no se gana el respeto de los jugadores ni del público; y es tan pero tan desconfiable y menospreciable en el parecer de la mayoría, lo único que puede esperarse racionalmente de él es más fraude, más trucos y más omisiones.
Frente a la mirada del conejo y sus antipodales señalamientos, mama Zorra, los defensores del status quo electoral, esgrimen su denodada defensa: bueno, en realidad así era el INE de bonito y súper poderoso, pero las fuerzas malévolas del entorno lo han echado a perder: los malos e in-cultos (sic) competidores, porque en lugar de respetar las reglas bajo las cuales jugaron y aceptar sus derrotas, practican el deporte de hablar mal del árbitro; los malos legisladores, porque en lugar de fortalecer al pobre INE, lo han debilitado, entorpecido, saturado y desnaturalizado; y los críticos en campaña, porque en lugar de arropar al maltrecho crío en momentos difíciles, optan por reclamar la decapitación plena y fulminante del máximo órgano de dirección.
Hasta aquí el paralelismo. En la versión original, con el incentivo de encontrar a su crío, la Zorra termina aceptando un retrato poco agraciado de su crío de parte del conejo. Por lo visto, a Woldenberg y compañía esta parte todavía no se les da. Su narrativa del IFE-INE, más estética que científica, delinea los rasgos de un paladín de la democracia. No hay cupo en ella para la perversión endógena de los fines y principios institucionales y el proceder corrupto de los altos mandos institucionales; la conversión del Consejo General en una extensión mecánica del debate y los intereses partidistas, con cargo especial a la lógica de acción de los 11 consejeros; y la trasmutación de los altos cargos de mando en botín de los consejeros electorales y las facciones que representan.
En el diagnóstico de Woldenberg y compañía, embargado como está por el amor maternal, el INE sigue bello y poderoso; a lo más, necesitaría un retoque y algunas vitaminas. En esta versión, idílica como es, el entorno de las campañas conspirativas, los malos jugadores, los legisladores ineptos, los curas rebeldes, la “in-cultura” democrática, y los ciudadanos desconfiados e ingratos, no está a la altura del INE. Solución: transformar el entorno, mediante una pedagogía redentora y una estrategia de comunicación social.
En la narrativa opuesta, cual Retrato de Dorian Gray, los rasgos originales de belleza y poder del INE acusan la degeneración provocada por su continuado obrar ineficiente y corrupto. Si alguna duda hay al respecto, téngase en cuenta que la organización comicial de las dos últimas elecciones presidenciales (2006 y 2012) sigue marcada por el estigma del abuso de las prácticas truculentas y la complacencia de las autoridades electorales. Asumiendo el buen llamado a actuar con responsabilidad, la pregunta relevante es, ¿cuál de las narrativas del INE da mejor cuenta del tipo y los alcances del arbitraje electoral que tenderemos en la contienda de 2018, la del crío aun maravilloso o la de la en algún tiempo joven promesa en proceso acelerado, hasta hoy irreversible, de decrepitud?
Un asunto más. Por una razón inconfesa y carente de argumentación, Woldenberg y compañía postulan que la defensa de los 11 consejeros electorales entraña la defensa misma del INE o, viceversa, que promover su renuncia implica estar en contra del Instituto mismo. Nada más distante de la verdad. Sin árbitro electoral, no puede haber elecciones. De lo que se trata, pues, es de presionar los cambios pertinentes para hacer que el INE recupere su grandeza histórica. Por desgracia, los consejeros electorales, sumidos como están en la disciplina partidista, están fuera de foco para representar y dar cauce a las expectativas ancladas en el hartazgo y la desconfianza hacia los partidos políticos, que, de acuerdo a los datos e indicios públicos, son mayoritarias.
La pluralidad en la integración del Consejo General, que a decir de los defensores del status quo ha sido soslayada por los críticos del INE, es mera ilusión partidocrática. El punto no es si allí confluyen las perspectivas de dos o más partidos políticos, sino el grado de apertura que manifiestan hacia la pluralidad de intereses y el compromiso con el interés público democrático. En la naturaleza de los actuales consejeros electorales está la gratitud con sus patrocinadores, los partidos políticos, no con el público-ciudadano.
En todo esto, a debate está el curso de acción a seguir para fortalecer al INE. Al respecto, la mayoría de la sociedad tiene ya un balance y puede documentarse: los actuales consejeros electorales son un impedimento a elecciones confiables y, en consecuencia, lo mejor es prescindir de ellos. Las circunstancias hacia 2018, adversas como son, no dan para trasmutar a estos detractores del interés democrático en víctimas de las circunstancias. Peor aún, en el remoto caso de que en realidad fueran víctimas, hay pruebas suficientes de que no están para remontar corrientes adversas. Son marineros de aguas dulces y México necesito mucho más.
*Analista político
@franbedolla