Lo que hoy muere en México es el arreglo corporativista hegemonizado por los tres artífices y protagonistas de la democratización del régimen político (PRI-PAN-PRD) y, a la vez, beneficiarios de las ingentes bolsas de financiamiento público, auto asignadas como pago por sus supuestas contribuciones al proceso democrático y al buen gobierno, a través de las reformas electorales.
Lo que hoy agoniza en nuestro país, como consecuencia directa de la crisis terminal del consenso partidocrático, son las instituciones emanadas y sostenidas a partir de dicho arreglo, ideadas como garantes del monopolio partidista de la política y de la gobernabilidad del Estado, en su versión partidocrática: el INE y los OPLE, el Tribunal Electoral, el INAI, al igual que el resto de los órganos formalmente no-mayoritarios; es decir, con funciones propiamente técnicas y de interés público.
Lo que hoy muere en nuestra patria es un embrión, incubado en la matriz del autoritarismo, cuyo alumbramiento prematuro coincidió con la muerte de su progenitora, la institución presidencialista no-democrática, hacia el año 2000, con la derrota electoral del PRI y el advenimiento de la primera alternancia. En su versión natural, este embrión debía e incluso pudo haber madurado como un sistema de partidos competitivo, apto y sensible frente a las expectativas de la ciudadanía. Lejos de ello, degeneró en un contubernio interpartidista rentista, depredador, mañoso, divorciado del interés ciudadano y, por si fuese poco, con una enorme inventiva para simular.
Nada extrañamente, luego de operar por casi tres sexenios, sus cosechas están a la vista de propios extraños: corrupción, impunidad, pobreza e inseguridad rampantes, y la lista podría extenderse. La desconfianza institucional y el hartazgo social progresivos hacia la política y sus manifestaciones corporativas más claras (los partidos políticos y las instituciones de la democracia electoral) se erigen como los síntomas irrecusables de esta mutación horrenda, cuya clave oculta es que se
vale de los mecanismos de la democracia para conculcar los derechos democráticos y preservar su monopolio y prebendas.
En los estertores de su muerte, los agentes de esta horrenda mutación partidocrática, tienen frente a sí la espada de Damocles, blandida desde los flancos de la oposición cívico-electoral, alimentada por el hartazgo y la desconfianza, que se inclina en buena medida por un cambio en la baraja; y de Morena y AMLO, un competidor outsider, ajeno al arreglo mencionado, cuyas probabilidades de ganar resultan una amenaza a la preservación del monopolio interpartidista.
Precisamente, el ánimo febril que hoy se manifiesta en las proclamas de conformar frentes amplios, oficialmente orientados a refundar el régimen, mejorar la gobernabilidad y/o forzar la salida del PRI, es discernible en clave de respuesta a la crisis política y moral, así como a la asunción por parte de los partidos beneficiarios del régimen de que la dilución de sus marcas y sus siglas y el ropaje de la ciudadanización constituyen condiciones indispensables para refundar el régimen sin ceder privilegios partidistas.
El respeto por la verdad y el valor de la honestidad en lo que a inspiraciones del cambio se refieren, por cierto, no son atributos que distingan a los promotores de los frentes. De ahí que en sus narrativas aparezca por delante la gobernabilidad del régimen político vigente, partidocrático como es, cuando es evidente que la razón principal de su repentina generosidad cívico-social es el temor de una victoria de AMLO y Morena en el 2018.
Personajes prestigiados de la vida política como Denise Dresser y Jorge Castañeda, entre otros, beneficiarios de las prebendas del régimen como han sido, gustosos ofrecen a los personeros del régimen sus atuendos intelectuales para disfrazar de pluralidad e inteligencia las iniciativas de constitución de los frentes amplios. Aunque no lo digan, a ellos les hermana su temor y animadversión hacia AMLO.
Obviamente, más que por sus preferencias políticas y su gratitud por los favores recibidos, quienes usan los medios propiamente intelectuales para soportar proyectos o fines histórico-políticos han de ser sometidos a la crítica por la viabilidad técnica de sus propuestas. En este caso, la pregunta para los intelectuales que
hacen bloque con las fuerzas que han monopolizado el espacio público de la política en los últimos 18 años, las preguntas relevantes son, ¿sobre qué bases se sustenta la apuesta de que puede refundarse el actual régimen partidocrático a partir de las propias fuerzas que no están interesadas en que haya cambios de fondo? ¿por qué asumir que una derrota del PRI, impulsada desde un frente opositor con dos de sus antiguos socios (el PAN y el PRD), llevaría a un régimen democrático y más gobernable?
Si esas dos interrogantes no fuesen suficiente, hay una más: ¿cómo desechar la hipótesis de que el citado frente amplio no es más que el plan B de la partidocracia para minimizar el riesgo de un triunfo de AMLO?
Las experiencias de alternancia presidencial del presente siglo ofrecen evidencia suficiente de que las diferencias dentro del bloque hegemónico de los partidos no representan problemas que no pueden ser resueltos dentro de las premisas de su propio arreglo. PRI y PAN han sabido intercambiar estafetas sin mayores tensiones, incluso se han apoyado recíprocamente para evitar el acceso de la izquierda electoral, por sobre las irregularidades en los procesos electorales.
La coyuntura hacia el 2018, así, luce como una buena oportunidad para encarar los desafíos de refundación del régimen político mexicano en clave democrática. Para tales efectos, entre otras condiciones, se requieren autoridades electorales imparciales y con las aptitudes necesarias para ganarse la confianza del grueso de la población. En tal contexto, resulta punto menos que una ingenuidad suponer que sin cambios de fondo en la integración del INE y el Tribunal Electoral puede avanzarse en la dirección correcta. Claro está que para la comitiva partidocrática el escenario ideal presupone autoridades electorales confiables, siempre y cuando no exista riesgo de que la izquierda electoral triunfe.
La derecha electoral, si realmente está por la democracia, está obligada a eliminar su condicionamiento histórico a que gane uno de los suyos. El imperativo hoy tiene nombre y apellido: incertidumbre democrática, por el bien de México.
* Analista político
@franbedolla