Raúl Cervantes, hasta el pasado lunes Procurador General de la República, se fue. Qué bueno que lo hizo. Su dimisión podría oxigenar el tenso clima político imperante y permitir que se retome el tema de la Fiscalía General de la Nación y de la primera persona que la encabece por un periodo de nueve años.

Lo que en cambio permanece son las sombras de duda sobre las capacidades sociales para entender lo que hoy está en juego, sacar las lecciones de las experiencias vividas, y proceder en consecuencia. Algunos énfasis en el tratamiento noticioso de la renuncia de Cervantes ofrecen señales de que un cuarto de siglo de prácticas de reclutamiento y selección de los altos cuadros dirigentes de las instituciones estatales (INAI, INE, Tribunal Electoral, Suprema Corte de Justicia, etc.) han sido insuficientes para derribar dos creencias igualmente ingenuas: una, que un buen diseño institucional torna irrelevantes a los agentes sociales; y dos, que persona docta es igual a funcionario íntegro.

Raúl Cervantes, para no ir muy lejos, es un buen caso. Entre propios y extraños, no hay quien se atreva a poner en duda la valía de sus logros académicos, trayectoria profesional y dominio del derecho constitucional. Digamos que el sistema educativo funcionó bien en su caso, al distinguirle con las calificaciones y grados que le otorgó.

La otra parte de la historia es igualmente palmaria. Raúl Cervantes utilizó sus dotes intelectuales y profesionales para simular un desempeño imparcial y ajustado a sus responsabilidades de ley, a la par que incurría en patrones de procuración de justicia de manera selectiva, anteponiendo los intereses estratégicos de la presidencia y el partido en el gobierno. Acreditan sobradamente lo anterior casos como el de Emilio Lozoya y Obedrecht; media docena de ex gobernadores ostensiblemente envueltos en casos de corrupción y enriquecimiento ilícito; múltiples funcionarios envueltos en irregularidades y violación de derechos humanos; etc.

En este contexto, una interrogante primordial es si es suficiente y pertinente el entender de lo que está en juego con la Fiscalía General y la designación de su titular como para poder establecer postura en torno a los tiempos, las condiciones y los procedimientos adecuados. A este respecto, una premisa obligada es que una Fiscalía General con un desempeño autónomo y aceptablemente bueno, más temprano que tarde, debería poner detrás de las rejas al grueso de la clase política y la alta burocracia del país. Obviamente, la contraparte de esa premisa es que, ante una amenaza de tal tamaño, los damnificados estarían dispuestos a usar sus recursos, que no son pocos, para descarrilar a un Fiscal íntegro y una Fiscalía General autónoma y eficiente.

La corrupción, así, es el telón de fondo en el que ha de discutirse el futuro inmediato de la procuración de justicia en nuestro país y, por cierto, del Estado mexicano. Sus circuitos de producción y reproducción involucran a la clase política en su conjunto y son hasta hoy una de las claves de la (des)gobernabilidad de nuestro sistema político. Es una ingenuidad extrema desentenderse de que el combate a la corrupción es el desafío principal y, a la vez, la principal amenaza.

Hay mucho de razón en las voces que insisten en que la propia PGR es el bastión mismo de la corrupción y de que hace mucho pero mucho tiempo se encuentra colonizada por el crimen organizado. ¿Hay algo de capitalizable en ésta y que valga la pena de ser recuperado? Sería bueno saberlo. Menos lugar hay a la duda de que, con independencia de la personalidad del nuevo Fiscal General, sin un rediseño institucional a fondo y sin un barrido extremo de la casa, serán en vano cualesquier esfuerzos o iniciativas que decidan emprenderse.

Junto con pegado se yergue la pregunta sobre la conveniencia de designar un Fiscal General sin haber procedido a una reingeniería constitucional e institucional de dicha Fiscalía, lo que supondría un desgaste inicial considerable con mucha incertidumbre acerca de los resultados.

Por otra parte, regresando al punto del perfil ideal del Fiscal, es momento de tirar a la basura las estampitas de que los grados académicos suponen un poder predictivo incuestionable sobre el desempeño profesional. Obviamente, está fuera de discusión la idoneidad del dominio de conocimientos y competencias sobre la materia profesional. El hecho indubitable es si quien aspire a este cargo tiene la fuerza de carácter, la entereza moral y la fuerza motivacional para penetrar en el nido de los alacranes y forzar un giro de 180 grados hacia el imperio de la ley.

La dura lección de los últimos 25 años en lo que a diseño y gestión de instituciones estatales se refiere es simple de resumir: bellas piezas de ingeniería sumidas en la simulación por doctos funcionarios con proclividad probada para dejarse seducir por la plata de las altas remuneraciones, las prestaciones faraónicas y los “moches” en lo oscurito, mucho antes de que cualquier amago del plomo.

Ni duda cabe que la partidocracia mexicana ha sido especialmente ducha en la institucionalización de las prácticas de colonización de las instituciones estatales, bajo los criterios de reclutamiento y selección de puros “cuates” y puras “cuotas”, lo que ha sucedido de manera invariable con cargo directo a la merma en la confianza institucional. En cruda lógica, esto refuerza el círculo vicioso de la codependencia entre instituciones que rinden malas cuentas públicas y dirigentes que usan su capital intelectual para hacer sostenibles los magros desempeños de las instituciones que dirigen. Tal es el papel de los Lorenzo Córdova en las instituciones estatales.

Leo y escucho las ingenuidades de los apólogos de la sociedad civil, que se pronuncian por aspirantes “lejanos” a la clase política y los cargos públicos y se desentienden de lo básico: la integridad personal y profesional, y la motivación hacia la implementación de un cambio de alto impacto. Frente a dicha ingenuidad, y siendo extremosos, cabe la interrogante de qué perfil ha de preferirse, si el de un prospecto summa cum laude, extraído de la cátedra en alguna universidad; o la de un prospecto, tipo Eliot Ness, un funcionario apto y dispuesto a tomar riesgos extremos. La historia no conoce de casos en los que alguna asociación criminal haya desaparecido sin intentar preservar sus privilegios a toda costa.

Con la colaboración de Florelia Magaly Nájera García.

*Analista político

@franbedolla