De acuerdo con la Ley de Seguridad Interior el ejército mexicano tiene facultades plenas, sin responsabilidad ni contrapesos, para nombrar los actos o situaciones que amenacen la seguridad dentro del territorio nacional y, en consecuencia, intervenir en ellos como lo considere conveniente. En lenguaje llano: por seguridad interior debe entenderse lo que las fuerzas castrenses digan que es conforme a su entender discrecional.

Por si alguna duda queda al respecto, he aquí un garbanzo de a libra que pone al descubierto la semántica legislativa: “En ningún caso las acciones de seguridad interior que lleven a cabo las fuerzas armadas se considerarán o tendrán la condición de seguridad pública”.

En buen español, esto significa dos cosas: una, que las fronteras entre la seguridad pública y la seguridad interior dependen de la voluntad y el humor de las fuerzas castrenses; y dos, que el ejército queda a buen resguardo legal para no dar cuentas a autoridad civil alguna sobre los actos que él mismo invoque como parte de la seguridad interior.

En la filosofía política, por lo menos desde Hobbes, no hay lugar a la sorpresa por la pretensión del Estado de acompasar el monopolio al uso de la violencia física con el monopolio en la construcción de los significados sociales y las palabras para representarlos. En Leviatán, su obra cumbre, un ingrediente básico de las monstruosas capacidades coactivas del Estado es su posicionamiento como Agón de los sentidos, esto es, como autoridad máxima para nombrar y valorar el mundo de las cosas, las personas y las prácticas humanas.

Lo sorprendente aquí, en cambio, es el cinismo con el que la partidocracia mexicana elevó a rango de ley la facultad de las fuerzas castrenses para operar como el Agón de la seguridad del Estado mexicano. Finalmente, también Vargas Llosa se equivocó. La dictadura no se perfeccionó mediante la cooptación de la intelectualidad, sino a través de la abdicación legal de los poderes civiles a favor de las autoridades militares.

De acuerdo con la ley “mordaza” recientemente aprobada por la Cámara de Diputados, “quien comunique, a través de cualquier medio tradicional o electrónico, un hecho cierto o falso, determinado o indeterminado, que pueda causar deshonra, descrédito, perjuicio o exponer al desprecio de alguien” es punible y sujeto a obligación de reparar el daño moral que provoque.

He aquí una pieza que ilustra a la perfección el entender de la “libre expresión” de la partidocracia mexicana: hablar de lo que se quiera, sobre todo en las redes sociales, pero, eso sí, sin ventanear ni con el pétalo de un meme, un tuit o una leyenda en el face los actos o indicios de corrupción e impunidad de la clase política.

Y, quede claro, en lo términos explícitos de dicha ley, la verdad o falsedad de lo comunicado es una cuestión irrelevante frente a las percepciones de daño en la honra o el aprecio social invocadas o invocables jurídicamente por el afectado.

En el nuevo arreglo de la dictadura constitucional, bajo el manto protector del ejército, la clase política se coloca a buen resguardo de los riesgos de protesta social. A final de cuentas, ¿quién podría impedir que el ejército decidiera que una movilización social está poniendo en riesgo la seguridad del Estado?

Con la ley mordaza, la clase política pone en jaque a los activistas de las redes sociales, genuinos agentes de socialización de la miseria de la política y los políticos de los partidos. Porque, más allá de las dificultades para probar jurídicamente que una publicación causó deshonra o descrédito en desmedro de alguien o lo expuso al desprecio social, lo cierto es que el sistema de justicia opera de manera selectiva y en respuesta a las directrices y urgencias de la clase política.

Y aunque es evidente que, a la luz de la ley mordaza, una buena parte de los usuarios de las redes sociales es punible, en virtud de lo cual es en lo general inaplicable, la señal para los comunicadores exitosos e incómodos, practicantes del “exceso” de libertad de expresión, es clara: en lo individual, el riesgo de una demanda por daño moral es latente.

La cercanía espacio-temporal y material entre la ley mordaza y la ley de seguridad nacional dista mucho de ser gratuita o accidental. Se trata de la amenaza abierta de la clase política a la disidencia de la sociedad activa, que se autoproclama como “ciudadana” y se distancia de la política de los partidos y de los políticos convencionales.

En la perspectiva de la partidocracia, el menor de los males es convertirse en la perra faldera de los militares, con tal de preservar sus negocios, canonjías y el velo protector de la impunidad. Para ello, la clase política requiere un marco que legalice el uso discrecional de la violencia física por parte de los militares, por un lado; y, por el otro, que disuada a los opositores, la ciudadanía activa, a ejercitar la violencia simbólica en contra de quienes prostituyen la política.

En la perspectiva rancia de la derecha enranciada, incapaz de distinguir entre legalidad y legitimidad, el problema está resuelto. Cuentan ya con un árbitro electoral a modo, que por cierto acaba de ungir como fiscalizador de los gastos de campaña a un ex colaborador de Meade; un Fiscal electoral a modo, emanado de las entrañas de la partidocracia; un Tribunal Electoral probadamente fiel y disciplinado; un ejército dentado para contener revoltosos; y una ley para disuadir las expresiones críticas.

Queda a la inventiva de los ingeniosos ponerle nombre a la horrible mutación genética del leviatán mexicano: un Estado constitucional en contra de los ciudadanos y una democracia cuesta arriba para la oposición y con los dados cargados.

¿Cómo se llamará esta obra?

*Analista político

@franbedolla