El plan A del establecimiento político mexicano, con Meade a la cabeza, dista mucho del óptimo de arranque estimado por sus estrategas que, a estas alturas y a juzgar por las estridencias declarativas del presidente del PRI, Enrique Ochoa, debería estar en la segunda posición de las preferencias electorales y a tiro de piedra o hasta en empate técnico con AMLO, el candidato puntero.

Los presagios del Waterloo inicial de la candidatura de Meade guardan una relación directamente proporcional con la grandilocuencia verbal de sus portavoces oficiales, cuya imaginativa percepción se empecina en hablar del ascenso electoral de su candidato, algo que ni siquiera se comparte dentro del primer círculo de los decisores, y en tasar en 40% sus expectativas sobre la votación a alcanzar dentro de seis meses.

Las razones sobre la rebeldía de la realidad electoral son una cuestión crucial. El apego a EPN, su equipo cercano, a sus filias y a sus fobias, que raya en la abyección y que le valió a Meade su candidatura, se convirtió súbitamente en su debilidad mayúscula. Sus pocos doctorales y nada inteligentes apegos a la consigna de que EPN es el principal activo político y a la tesis de que los mexicanos le debemos mucho al PRI han surtido efectos encontrados y contraproducentes.

La zalamera verborrea del hoy candidato oficial, cuyo destinatario es EPN, ha alentado el repudio del grueso del electorado nacional, que hoy es del mismo tamaño que lo que el PRI espera obtener. Lo cierto es que hoy un 40% de los electores que posiblemente votarán afirman que nunca votarían por el actual partido en el gobierno.

Sobre la base de esa magnitud de negativos, la pregunta para el ocurrente Ochoa Reza es ¿cómo piensan hacerle para desplegar en seis meses una estrategia que requiere ser exitosa en los flancos de revertir el repudio de casi la mitad de los electores, atraer útilmente el voto quienes hoy ocupa la franja aproximada de un 30% de indecisos, y restar simpatizantes al PAN.

Así, el dilema presidencial hoy estriba en jugársela hasta el final con su candidato Mead, para lo cual requeriría autorizar el golpe de timón a la campaña y distanciarse del tufo de corrupción e ineficacia que exuda el régimen actual; o bien, comenzar el viraje de apoyo hacia la candidatura de Ricardo Anaya, cuyo discurso anti-corrupción y propuestas de reforma resultan hasta hoy mucho más creíbles y aceptables que el continuismo oficialista.

Por más que los estrategas del PRI se empeñen en negarlo, el actual es el peor de los escenarios posibles: un plan A chato, sin alma, sin emociones y sin aliento, que ofrece a las franjas menos radicales y más pensantes de la derecha electoral razones suficientes para optar por su plan B: Ricardo Anaya.

En las próximas semanas, probablemente, habrá indicios suficientes para saber qué tan dispuesto está EPN a optar por su plan A o decantarse por su plan B. El detalle sintomático es la variación o no de la distancia simbólica y discursiva entre Meade y el presidente. Una candidatura ciudadana, cualquiera sea lo que eso signifique en el imaginario priista, tiene pocas posibilidades de prosperar sin entrar al fondo de los gasolinazos y la corrupción rampante.

El hándicap actual es grande y en crecimiento. Por paradójico que parezca, incluso en el escenario poco probable de una ruptura discursiva con el continuismo priista, el riesgo del fracaso seguiría siendo elevado. Las primeras semanas de activismo mediático y propagandístico de Meade han fortalecido la imagen indeseada de más de lo mismo, que ahora se querría modificar.

Sin lugar a dudas, la fortuna del estado de cosas mexicano está yendo de la mano de la virtud de Ricardo Anaya. Su decisión, aparentemente pendenciera, de retar a sus socios de la transición, la alternancia y el Pacto por México, se ha convertido quizás en su caudal político más preciado. Si un candidato con posibilidad de ganar está en posición de competir por el voto anti-priista, ése es precisamente Ricardo Anaya.

A estas alturas, poco lugar hay a la duda de que la candidatura de Meade es de perfil precario, por no decir rancio e ineficiente, para seducir electores reacios o rejegos. Si nada extraordinario sucede, la única manera en la que podría hacerse con la presidencia sería montar un mega y descarado operativo de fraude electoral, capaz de comprar una cantidad de votos tal que hicieran crecer su actual 16% de preferencias electorales hasta por lo menos el doble o, si Ochoa Reza habla en serio, hasta el 40%.

La ingeniería electoral y financiera para ese trabajo de tierra no podría menos que ser obsceno. En virtud de ello, la pregunta relevante es si EPN estaría dispuesto a intentar concretar su plan A sin importar los costos; o, por el contrario, si optaría por privilegiar el plan B.

El cálculo de AMLO, a decir por sus declaraciones recientes, es que hay un plan B antes que Ricardo Anaya, que entonces sería el C: el relevo de Meade por su coordinador de campaña, Aurelio Nuño.  A decir verdad, se trata de una hipótesis poco digna de crédito, porque la escasa diferencia entre ambos los convierte en víctimas de la misma debilidad que supuestamente pretenderían subsanar: los negativos por su cercanía con EPN.

Más le valdría a AMLO reconsiderar sus cálculos prospectivos y sus opciones estratégicas. En las dos elecciones anteriores, la mafia electoral le dio sendas lecciones de cómo se puede trasmutar una derrota en victoria. Y hoy el imperativo del fraude para el establecimiento político es monumental y sin precedentes en la historia reciente. ¿La tercera será la vencida?

 

*Analista político

@franbedolla