El affaire Corral moviliza muchas cuestiones que, en sí mismas, distan de ser novedad. El flujo ilegal de recursos fiscales hacia las campañas políticas, que encabeza la lista de lo ominoso, es una cuestión que mantiene en jaque permanente la legalidad de los procesos electorales y derruye la precaria credibilidad en las instituciones de la así llamada democracia electoral.
El uso faccioso de los programas de beneficio social es otra de las constantes en la arena político-electoral y en el clima de opinión de los expertos, los grupos interesados y la sociedad políticamente activa. Sospechar de los sesgos partidistas de quienes hacen las políticas sociales es algo que se da por sentado. Digamos que no es tema.
Hoy, la diferencia es la obscenidad de la trampa y el papel protagónico de la Secretaría de Hacienda. Y es que una cuestión es aparecer como cómplice de las triangulaciones financieras a través de la banca, haciéndose de la vista gorda, y otra muy diferente es hacer una felonía en desnudo y close up.
Los hallazgos de la estafa maestra, que colocaron a la Secretaría de Desarrollo Social en el ojo del huracán, pusieron en la palestra a la Secretaría de Hacienda, por su indiferencia frente a la sustracción descarada de recursos públicos a etiquetados para combatir la pobreza, a través de la triangulación con universidades y contratos apócrifos.
Hoy, la diferencia es que la Secretaría de Hacienda pasó de ser comparsa a ladrón, por efecto de la desnudez en que la colocó la indagatoria de la Fiscalía de Chihuahua y la veleidad de sus respuestas ante el reclamo de Corral por el incumplimiento de una partida presupuestal extraordinaria previamente convenida. Tal es el tamaño del drama.
El argumento esgrimido por EPN en contra de Corral de estar politizando un asunto hacendario, además de un error de cálculo, es síntoma de desesperación. Porque, precisamente, el fondo del reclamo del gobernador panista es exactamente el mismo: que la Secretaría de Hacienda está politizando la entrega de una partida presupuestal convenida, al condicionarla al curso la investigación judicial por corrupción y desvío de fondos públicos en Chihuahua.
En las circunstancias de la aplicación abierta de criterios políticos para determinar montos y tiempos de recursos, lo menos relevante es si la motivación de Corral atiende más a la obtención de ventajas políticas que a la entrega de los 700 millones de pesos, para apuntalar las finanzas de la entidad. Es materialmente imposible que un problema político se dirima por fuera de los cauces de la política y sin generar consecuencias políticas.
El quid de la cuestión ahora, cosa que excede las opciones del gobierno federal, estriba en la desnudez de la politización de la lógica hacendaria, que además raya en lo mafioso. Pretender colocar la reacción de Corral a dicho proceder como un despropósito, por ser un asunto tratable en términos técnico o legales, desborda los límites de la ingenuidad permisibles.
Con la Secretaría de Hacienda subida al ring de la competencia político-electoral, el primer damnificado es José Antonio Meade, curiosamente colocado en las escenas de los actos de corrupción más escandalosos de los últimos tiempos: Fobaproa, como funcionario; la entrega de casi mil millones a Josefina Vázquez Mota, como Secretario de Relaciones Exteriores; su inacción frente a las maquinaciones de la estafa maestra, como Secretario de Desarrollo Social; y la asignación de partidas presupuestales generosas y sin control a los gobiernos de Coahuila y el Estado de México, como Secretario de Hacienda.
Si hay un perfil que añada los ingredientes para pronosticar los peores manejos, ése es el de José Antonio Meade. Los principales operadores hacendarios están justamente en el lugar adecuado para drenar los recursos fiscales hacia los propósitos políticos deseados. Tienen la inteligencia y el know how para eso y para más. Conoce por dentro las tripas de la Secretaria de Desarrollo Social, de tal suerte que están a su alcance los engranes y el diseño de una ingeniería sofisticada para atraer recursos hacia los programas sociales y orientarlos hacia las clientelas electorales. La designación de Eviel Pérez al frente de la Secretaría de Desarrollo Social, como es fácil de documentar, no responde precisamente a sus dotes de desarrollista social ni a su fama pública de imparcialidad.
En este contexto, por si hacía falta, todavía puede sumarse un anillo más al cascabel. En fechas recientes, el Consejo General del INE colocó a Lizandro Núñez Picazo, cercano ex colaborador de Meade, al frente de la Unidad Técnica de Fiscalización, de relevancia estratégica en el apego a las disposiciones legales en materia de ingresos y gastos de los partidos políticos, así como de la observancia de los límites a los gastos de campaña.
¿Politización de todo lo politizable para forzar un resultado electoral? La respuesta le toca los arquitectos de esta conflagración. Por lo pronto, el gobierno federal es el menos autorizado para criticar la politización de las decisiones gubernamentales en la actual coyuntura.
El desafío que hoy se yergue frente a Meade es sostener la imagen comprometida en el nombre del frente que le postulará: “Meade ciudadano por México”. Si fracasa en el asunto, y todo parece indicar que así sucederá, se ahondará aún más el clivaje de la corrupción, preludio de su estruendoso desplome en las preferencias electorales.
Ya luego de eso, el dilema para la plutocracia será optar por el plan B, la corrida hacia Anaya; o aferrarse al plan A, al costo que sea necesario. Caray, qué pertinente resulta la Ley de Seguridad Interior. Cualquiera sea el resultado, el curso actual de los acontecimientos apunta hacia el fin de la mitología mercadológica ideada para Meade.
*Analista político
@franbedolla